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Domingo, 4 de junio de 2006
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En la muerte del capitán Etayo
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Hace sólo 20 días, con motivo de una boda, nos reuníamos en Comillas muchos de los marineros que navegamos con Carlos Etayo en La Niña III. Carlos no pudo venir. Llevaba varios años ingresado, arrastrando una inactividad que representaba el polo opuesto de su vida. Carlos Etayo Elizondo nació en Pamplona en 1921 e ingresó en la Escuela Naval en 1941. Tras varios destinos, fue comandante de la patrullera V-18. En 1957 el entonces presidente de la República Dominicana, Leónidas Trujillo, transmitió a la Armada Española su deseo de financiar la construcción de unas réplicas de las carabelas de Colón. La Armada solicitó colaboración a Cristóbal Colón de Carvajal, duque de Veragua, oficial de la Armada y amigo de Carlos, y a partir de aquí la vida de Etayo cambió para siempre. Se implicó de tal modo en el proyecto, que cuando falló la financiación que Trujillo había prometido, lo asumió como propio y construyó de su bolsillo una réplica de La Niña. En 1962 se hizo a la mar para completar un azaroso viaje hasta América. En la travesía de Las Palmas a San Salvador, que Colón hizo en 33 días, Etayo empleó 75 debido a una avería en el timón. Cuando volvió a España fue recibido como un héroe. En 1965 construyó otro barco corrigiendo los errores que había detectado en La Niña II y lo bautizó Olatrane-Sanlúcar, en recuerdo de un valle navarro y de un patache de la flota de Legazpi de 1564, que fue capaz de arribar en solitario a Mindanao y cruzar el Pacífico hasta América. En el Olatrane cruzó el Atlántico desde Canarias hasta Brasil y hacia el Canal de Panamá y Acapulco.

En 1992, con motivo de la conmemoración del 5º centenario del Descubrimiento y con 71 años, decide construir su tercer barco. Tozudo e inconformista denuncia en todos los foros las aberraciones que según él, habían cometido al reproducir las carabelas oficiales que financió el gobierno español. Para él eran demasiado grandes, inestables, poco marineras y por supuesto antihistóricas, pues disponían de motor y aparatos de navegación. Tampoco le agradaba que en esa conmemoración oficial se celebrase exclusivamente el descubrimiento. En su proyecto se cuidó mucho de conmemorar el descubrimiento y también la cristianización de América. Carlos era profundamente religioso. En unos años en los que se organizaron miles de actos con motivo del quinto centenario, y en los que corría el dinero hacia cualquier proyecto cultural que tuviese algo que ver con esto (también hacia el bolsillo de muchos) Etayo no recibió ni un duro público para su proyecto. Su barco se financió con las aportaciones que hicieron personas e instituciones privadas entre las que hay que destacar la Fundación Hernando de Larramendi. Una vez terminado el viaje, el Cabildo Insular de Las Palmas compró la carabela y liberó al capitán de las deudas que tenía asumidas del proyecto. En este viaje de 1992 tuve la ocasión de cruzar el Atlántico con Carlos Etayo después de navegar en las carabelas «oficiales». Es cierto que fueron proyecto bien distintos.

Recuerdo el enorme magnetismo que ejercía sobre toda la tripulación la figura barbuda del Capitán Etayo. Era un enamorado del mar, de los barcos en general y de las carabelas en particular. Un viejo corajudo, con una personalidad arrolladora, independiente, divertido. Serán para siempre inolvidables las guardias con él y con Michel Vialars. Le recuerdo contando historias de caza, su otra gran pasión. Carlos era carlista, documentadísimo y activísimo. Sus conversaciones sobre política se dilataban porque le gustaba argumentar con citas sus teorías. No se pronunciaba respecto a partido alguno.

En 1998, con 77 años, llevó su carabela desde Las Palmas hasta Lisboa en un viaje durísimo de 20 días. Carlos estaba orgullosísimo de haberlo logrado. Los portugueses le brindaron el homenaje que en España se le había escamoteado. Después de ese viaje ya no le vi más hasta la pasada navidad. Después de pasar unos días en Francia, paré en San Adrián para presentarle a mi familia y pensé invitarle a Cádiz para la regata de grandes veleros de julio. Tristemente no ha podido ser, ya que murió el pasado viernes. Cuando me dieron la noticia soplaba en Cádiz un levante apocalíptico. Era un día malo para zarpar, pero nunca le dio miedo el viento al Capitán Etayo. Hay cien epitafios posibles para este hombre singular y entrañable. Me gustaría despedirlo recordándolo una vez más en su carabela, en medio del Atlántico, de noche, agarrado a los obenques, con su larga barba blanca agitada por el Alisio, disfrutando del quejido de la madera, del sonido del viento en la lona de la vela y del grandioso espectáculo del mar y las estrellas.

Hasta siempre Capitán.



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