La voz Digital
Domingo, 4 de junio de 2006
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CÁDIZ
CÁDIZ
Rodríguez de ¿Castro?
Resulta difícil escribir una crónica de la semana cuando la muerte de Rocío Jurado acapara todos los titulares de prensa y deja huérfanos a quienes la conocieron como artista y persona de bien. Todavía recuerdo esos llenos en el teatro de verano José María Pemán, donde meses antes era imposible encontrar una entrada para ver a la cantante chipionera.

Su amigo Lolo Márquez, que hoy llora su muerte, organizaba cada año esta cita veraniega de la que Rocío salía a hombros por la puerta del Parque Genovés. Era principio de los noventa, cuando aún la prensa rosa reducía sus comentarios al papel couché y era su arte y su duende quienes protagonizaban las primeras páginas de los periódicos.

Nunca faltó el respeto a la prensa y siempre estuvo ahí para quienes empezábamos en este loco mundo de los medios. Recuerdo que en una ocasión la cinta de la grabadora falló en el momento en que Rocío explicaba los pormenores de su actuaciòn mientras su hija correteaba por los camerinos. La buscamos por restaurantes de Cádiz para volver a grabarla hasta que dimos con ella en Curro el Cojo, donde ahora está Arte Serrano en el paseo marítimo. Cuando el fotógrafo Kiki advirtió de su presencia ya era tarde porque había entrado a cenar en un salón privado y yo casi lloro del sofocón.

Alguién le comunicó que estábamos fuera esperándola y dió órdenes para que no nos «faltará de ná» en la barra, donde minutos antes había saludado al entonces rector de la Universidad de Cádiz, Romero Palanco. A eso de las tres de la mañana, con rostro relajado pero cansado, la artista no dudó en atendernos e incluso bromeó con el fotógrafo sobre su aspecto a esa hora de la noche. Todo un ejemplo a seguir por los que ahora creen que la fama y el arte es salir en un concurso de la tele. Descansa en paz, Rocío, y mil gracias.

No sé cómo describir ese momento, con la que nos ha hecho pasar en estos últimos años. Nunca pensé que apareciera sin más, y más de uno se lo imaginaba de paseo en un yate por las aguas del Caribe y una piña colada en la mano. Pero ahí estaba él. Rodríguez de Castro, el ex delegado de Zona Franca que se marchó de Cádiz sin justificar 100 millones de las antiguas pesetas -está pendiente de sentencia en el Tribunal de Cuentas- y a quién la Abogacía del Estado reclama por prevaricación y apropiación indebida en el caso Rilco, se presentó el miércoles ante el juez en Cádiz con un aspecto inmejorable (alguién dijo que estaba gravemente enfermo) y con la tranquilidad del que no ha matado ni a una mosca.

Curiosamente, su defensa parece ir enfocada en la misma línea que la de su sucesor, Miguel Osuna, con quien hay quien dice que tuvo un encuentro esa misma mañana o, al menos, sus letrados. Sí está visto que ambos escudarán su gestión en la actuación de la abogacía del Estado, que ya en su día dijo con el caso Quality que ellos sólo estaban para asesorar y que luego era el político el que tenía la última palabra.

Lo cierto es que con sus comentarios sobre su infancia en Cádiz, sus recuperaciones en San Felipe Neri y sus estancias veraniegas en la ciudad desde que tenía tres años daba la apariencia de no haber roto un plato.

Encima contestó una por una a todas las preguntas que le hicieron los medios que le esperaban a la salida del juzgado, sin titubear y seguro de sí mismo. Algo ha aprendido del arte del gaditano. Y entre listos anda el juego. Si no, que se lo digan a Francisco Casto, el inspector médico que permanece en prisión por un presunto caso de fraude a la Seguridad Social y que dicen que ya anda en la cárcel como pez en el agua y hasta le conocen como el «médico del patio».



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