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Domingo, 23 de abril de 2006
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Tres lecciones de Félix
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En Marbella, como del rayo, se nos ha muerto Félix Bayón. Lo digo con palabras de Miguel Hernández porque como él (Elegía a Ramón Sijé) he tenido el impulso de requerir a mi amigo para que volviera y hablar así de tantas cosas pendientes. Pero no hay prórroga posible, sobre todo cuando ya ha habido una de casi catorce años, la edad del corazón trasplantado de Felix. En la víspera de su retiro a Marbella celebré con él su 41 cumpleaños. Era, en realidad, el primero de su nueva vida. Hicimos fotos, claro, y yo me quedé con un puñado de ellas. Una y otra vez me hice el propósito de llamarlo para repasar aquellas fotos y también nuestras vidas desde entonces, incluída la experiencia que nos había unido un par de años antes, en 1989: la puesta en marcha de los primeros informativos de Canal Sur.

Él venía de recorrer con El País corresponsalías de todo el mundo -la última, Moscú- y de ejercer de cronista con firma en la alta política nacional. Sin embargo, Félix no dudó ni un instante en hacer las maletas camino de Andalucía. Seguro que en la decisión tuvo un peso importante su condición de gadita ejerciente, aunque bajo el tamiz de una larga diáspora. Al reconstruir este momento, descubro, además, su manera de tomar parte activa en el destino después de haberse sentido su eslabón más débil y haber visitado la frontera de la muerte. Félix toma las riendas de su prorrogada vida -junto a sus seres más queridos, su mujer Sagrario y su hijo Pablo- y en Marbella dice adiós a los ruidos y a la bulla, al privilegio de vivir en uno de los lugares más exclusivos de la capital -a dos minutos del Museo del Prado y del Café Gijón- por el superior privilegio de amanecer cada día mirando al mar.

Desde ese lugar, Felix reorganiza su actividad profesional y deja emerger al escritor de novelas como Adosados, Un hombre de provecho o su última y premonitoria De un mal golpe. El unánime reconocimiento de su figura por periódicos de las tendencias más enfrentadas confirma la talla que adquirió como intelectual tenaz y como ser humano. Su risa desbordante -parecía que se le fuera a escapar en ella el corazón- ha quedado entre nosotros como un eco perenne e inconfundible. Me acompaña mientras hago recuento de todo lo que ya nunca podré hablar con él, mientras me reprocho ese estúpido dejar para mañana lo que podía haber hecho en el hoy por hoy de tantos años.

Y tomo buena nota de su lección postrera: la amistad no es compatible con la demora, ni admite pagos aplazados, ni es renta fija de la que se pueda gozar sin trabajarla. Hay otra lección que no es menor: la del compromiso activo con la realidad social y política más cercana, como fue hasta el último minuto el suyo frente a los mercaderes corruptos que arruinaron a la Marbella más bella. Esa batalla quizá tenga algo que ver con el desgaste de su corazón empadronado para siempre junto al rumor del mar que los ladrillos de Gil nunca podrán acallar.

En algún lugar del Pais Vasco este corazón volatilizado ya con los restos de Félix ha convertido en orfandad definitiva la de los padres que lo donaron mientras decían adiós a un hijo malogrado en la flor de los quince años. A los demás nos queda aprender -tercera lección- que la generosidad hace posible el milagro de que haya vida después de la vida.



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