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Domingo, 23 de abril de 2006
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LA RAYUELA
Los límites de la patria
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Es posible que el problema de la patria o las patrias sea el más complejo y el que supone, junto con el terrorismo, el mayor desafío de la España moderna. Ahora que parece vislumbrarse el final del terrorismo nacionalista, quizás sea el momento de abordarlo de forma definitiva. Cuando en los 70 eclosionó la libertad en España, la izquierda se sintió solidaria con los «pueblos y nacionalidades del Estado español», y pactó una transición basada en el denominado Estado de las Autonomías. Fue una solución de compromiso, diseñada con habilidad y aceptada por todos como la menos mala, que ciertamente ha demostrado su valía.

El modelo se ha ido modificando para conseguir mayores cotas de descentralización, equiparándose progresivamente a un estado federal. Esto se ha hecho, no por que la mayoría de los ciudadanos lo reclamasen, sino para ir dando respuesta a un nacionalismo periférico que se alimenta de la tensión sobre el Estado central del que reclama progresivamente mayores competencias.

Cataluña y el País Vasco, poniendo en venta su apoyo parlamentario al Gobierno de turno, han conseguido mantener o aumentar su diferencial de renta con el resto de la Autonomías, como demuestra el hecho de que, junto a Madrid y Navarra, sean las únicas comunidades con mayor producto interior bruto per cápita que la media comunitaria.

El Estatuto aprobado por el Parlamento Catalán consagraba definitivamente sus importantes ventajas comparativas y concebía a Cataluña como una nación en el marco de un estado confederal (lo que presuponía el reconocimiento del derecho de autodeterminación). El hecho de que no hayan podido conseguirlo, no significa que se haya espantado ese fantasma. La gran baza del nacionalismo catalán es más peligrosa a la larga que la del PNV (basado en alimentar con sordina un discurso cínico «que condena pero comprende» a los extremistas), ya que ha conseguido imponer su discurso victimista y excluyente en el seno de la sociedad civil catalana y los partidos y fuerzas sociales de centro e izquierda han sucumbido a su abrazo contaminador. Por el contrario, en el País Vasco, la mitad de la sociedad parece inmune al sortilegio separatista, y una vez que desaparezca del horizonte la pesadilla terrorista, es poco probable que un discurso excluyente gane terreno, por más que Ibarretxe se empeñe en atribuir el derecho de autodeterminación «a los vascos y a las vascas».

En Cataluña, la deriva nacionalista, legitimada por una izquierda errática, amenaza con ganar la batalla de la opinión pública, haciendo de la tensión separatista un arma capaz de doblegar a un Estado que para sobrevivir deberá reformar la Ley Electoral impidiendo que los votos nacionalistas determinen tan decisivamente la política nacional, y la Constitución hasta blindarle competencialmente. Este dibujo final no debería nunca, en mi opinión, traspasar la delgada línea roja que separa un estado federal de una nación de naciones confederadas que la sociedad española difícilmente aceptaría de buen grado.

Entiendo que la lógica andaluza con el Estatuto es la de un pueblo que con tantos derechos históricos como el que más, no quiere privilegios ni para sí, ni para nadie. A la inmensa mayoría de los andaluces les trae al pairo si son nación, nacionalidad o realidad nacional, lo que temen es ser condenados constitucionalmente a seguir siendo los parientes pobres de España.



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