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Domingo, 23 de abril de 2006
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Justicia, caridad y misericordia
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La Fiesta de la Divina Misericordia había sido, hasta el año 2000, una devoción privada, que nació en Polonia en plena Segunda Guerra Mundial, y que luego se extenderá por Europa y por todo el mundo. El Papa Juan Pablo II declaró para la Iglesia Universal que el segundo domingo de Pascua fuera llamado domingo de la Divina Misericordia (este año es el 23 de abril). Así, lo que fue experiencia espiritual de un alma sincera y humilde como la religiosa Faustina Kolwalska, nos sitúa en el núcleo del cristianismo: «Dios es Amor», «Jesús es fuente de misericordia para todos». Una vez más, se cumple que los sencillos de corazón dan con la clave de los tiempos y hacen caminar a la Iglesia.

La devoción a la Divina Misericordia nos lleva a una cuestión de actualidad ¿Son necesarios el amor y la misericordia en una hipotética sociedad justa? ¿No se escucha muchas veces decir: «yo quiero justicia y no caridad»? Benedicto XVI, en su encíclica Deus caritas est, ilumina esta cuestión. Nos recuerda cómo esas objeciones están planteadas, desde el siglo XIX, contra el mensaje de amor y misericordia del cristianismo, al que el pensamiento marxista ha visto siempre como una evasión de la realidad y «un modo para que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia, conservando su propio posición social y despojando a los pobres de sus derechos» (nº26). Detrás de estos planteamientos hay un desconocimiento grande del Dios de los cristianos y, a la vez, una concepción materialista del hombre, que sólo vive de pan (cf.Mt 4,4). Así se ignora su verdad, que es la de un «espíritu encarnado» y, por lo tanto, abierto a la trascendencia. Ni las ideologías marxistas, ni su opuesto que es el bienestar consumista, pueden colmar el corazón humano, siempre necesitado de amor incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Por eso, quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre porque el ser humano, más allá de la justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor, ya que el amor es la razón de su ser y existir (cf. nnº 28-29). Además, la justicia y la misericordia están unidas, la una sostiene a la otra. La justicia sin misericordia es crueldad, y la misericordia sin justicia es destrucción.

Todo este pensamiento sobre la justicia, el amor y la misericordia brota de la concepción del Dios cristiano, que se diferencia mucho del de las otras religiones. Nuestro Dios es un ser personal, Padre de todos los hombres, que ha entrado en la historia y ha revelado su amor y misericordia en la encarnación, pasión, muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo, «Pontífice misericordioso» (Heb 2,17). Dios se nos presenta como amor misericordioso y ese divino atributo es como el motor que guía y hace la historia de cada hombre, porque «la misericordia de Dios se derrama de generación en generación» (Lc 1,50).

También hoy, como en los tiempos de Santa Faustina, proclamar a Cristo como Misericordia del Padre para los hombres, es la mejor oferta salvadora para superar tanta violencia, terrorismo y desamor como hay en esta sociedad autosuficiente, que cree alcanzar la felicidad humana por sí misma prescindiendo de Dios. Recordemos siempre aquella máxima de San León Magno: «Amar la justicia no es otra cosa sino amar a Dios. Y como este amor de Dios va siempre unido al amor que se interesa por el bien del prójimo, el hambre de justicia se ve acompañada de la virtud de la misericordia».



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