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Domingo, 23 de abril de 2006
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CULTURA
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De libro en libro
Muchas obras literarias, a lo largo de la historia, han elegido como protagonista la propia literatura
De libro en libro
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A Alonso Quijano, la lectura desaforada de tantos libros de caballería le hizo perder la cabeza, no en vano «se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio».

Y es que el leer es lo que tiene: «Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles...».

Cervantes, partiendo de las lecturas de Alonso Quijano, alumbra al gran icono de la literatura universal, Don Quijote de la Mancha, haciendo que los libros dentro de un libro cobren un inusitado protagonismo.

Con motivo de la celebración del Día del Libro vamos a hacer un viaje metaliterario por un universo de ficción en que unos libros nacen de otros anteriores, alimentándose de sus tramas, de sus personajes y de sus historias. Un viaje intertextual a través de la historia de una literatura que, como escribía Jorge Luis Borges, conforma esa «biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira».

Una biblioteca que, precisamente, Umberto Eco puso bajo el control del hermano Jorge de Burgos en su celebrada novela El nombre de la rosa, cargada de otras muchas referencias literarias. Guillermo de Baskerville y Adso de Melk (trasuntos de Guillermo de Ockham y Galileo Galilei, respectivamente) llegan a una abadía italiana, famosa por su biblioteca, para participar en un cónclave religioso. Desde su llegada, en la abadía comienzan a producirse sanguinarios asesinatos, que parecen tener como 'leitmotiv' una parte del mismísimo libro bíblico del Apocalipsis y que están relacionados con la lectura de otro misterioso libro, de Aristóteles en este caso, nada menos que su famoso libro perdido de Poética, que ya fuera indagado por el propio Borges en La busca de Averroes, repleto de citas de otros muchos libros.

Bibliófilo mercenario

Los libros perdidos ejercen una inevitable atracción para una estirpe de personas curiosas, inquietas y activas. Como Lucas Corso, el protagonista de El club Dumas, de Arturo Pérez-Reverte.

«Conocí a Lucas Corso cuando vino a verme con El vino de Anjou bajo el brazo. Corso era un mercenario de la bibliofilia; un cazador de libros por cuenta ajena. Eso incluye los dedos sucios y el verbo fácil, buenos reflejos, paciencia y mucha suerte. También una memoria prodigiosa, capaz de recordar en qué rincón polvoriento de una tienda de viejo duerme ese ejemplar por el que pagan una fortuna».

Un aparentemente inocuo ejemplar de Los tres mosqueteros puede albergar en su interior un arcano tan indescifrable como el más enigmático de los acertijos; y un libro, supuestamente quemado en 1667, aún puede tener influencia a finales del siglo XX. Porque con los libros, muchas veces nada es lo que parece.

Cementerio

Y es que los libros pueden ser tan atractivos como misteriosos. Y si no, que se lo digan a Daniel Sempere, el poseedor del único ejemplar de una extraña y fascinante novela de un autor desconocido que encontró en el Cementerio de los Libros Olvidados de Barcelona, tal y como ha contado Carlos Ruiz Zafón en La sombra del viento, una de las novelas más adictivas, alabadas y recomendadas de los últimos años. «Mi padre y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana. El piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionista y libros usados heredada de mi abuelo... Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos».

Y, claro, era normal que, a punto de cumplir once años, Daniel conociera, de manos de su padre, aquel «laberinto de corredores y estanterías repletas de libros... que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible... en que cada libro, cada tomo tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte».

A partir de su pasión por los libros, Daniel vivirá una excitante aventura en la dura y fría posguerra de Barcelona, que le hará crecer y madurar. A través de los libros, Daniel emprenderá ese viaje iniciático en que un niño se convierte en todo un hombre.

Niños salvados

Si no exactamente igual, una situación muy parecida es la que vivió Bastián, quien a sus mismos once acomplejados añitos, descubrió en una librería un volumen titulado La historia interminable que, como todos los buenos libros, era mágico. Michael Ende consiguió ganarse el favor de los niños de todo el mundo con esta historia de desbordante fantasía e imaginación en la que, a través de las páginas de un libro, los chavales entraban en un mundo mágico en que vivían innumerables aventuras, destinadas todas ellas a salvar el mundo de Fantasía del acoso de la Nada.

El mundo está lleno de chavales que se agarran a los libros como a un clavo ardiendo. Como Sergio Pitol, nuestro más reciente Premio Cervantes, quién señalaba, en una reciente entrevista, que se quedó huérfano a los cuatro años y vivió con su abuela en una casa repleta de libros cerca de la selva mexicana. Al año de estar viviendo en aquella casa, Pitol cogió una virulenta malaria que le tuvo postrado en cama seis años, que, a instancias de su abuela, pasó leyendo sin tregua, comenzando por Verne, Stevenson, Foe... Confiesa que la lectura de Verne fue una salvación, hasta el extremo de que llegó a pensar que la realidad no era lo que le ocurría al huérfano invalido, sino lo que Verne le contaba en sus narraciones, que le alegraron su dolorosa infancia.

Un mundo sin libros

¿Qué hubiera sido de Daniel, Bastián o Sergio sin libros? ¿Cómo sería un mundo en que no existieran novelas, ensayos, libros de poemas o de teatro? Ésa es, precisamente, la hipótesis de trabajo de la que parte Ray Bradbury en su incendiaria Fahrenheit 451.

Imaginemos una sociedad futura en que el individualismo está proscrito, los gobernantes se encargan de decir qué hay que pensar y, a través de la televisión y la música, no sólo se emiten los únicos mensajes políticamente correctos sino que se anula, de hecho, cualquier posibilidad de tener un pensamiento original, propio e intransferible. En una sociedad así, por supuesto, los libros serían, más que una amenaza, toda una provocación, un riesgo para el sistema.

Por que los libros desbocan la imaginación del lector, le hacen pensar y soñar. Y eso, como hemos dicho, es malo y puede subvertir el orden establecido. ¿La solución? Eliminarlos. Exterminarlos. Achicharrarlos. Y, así, el gobierno tiene en nómina a unas imposibles brigadas de bomberos cuya misión es someter a los libros a esos 230 grados centígrados (451 grados Fahrenheit) en que el papel entra en combustión y arde.

Bradbury escribió una acertada metáfora sobre el totalitarismo por venir, una enérgica crítica ante actos tan detestables como la quema de libros hecha por los nazis o el uso de la bomba atómica realizado por los americanos en Japón, una perfecta metáfora de un mundo caótico y peligroso que, por desgracia, no ha mejorado mucho desde entonces.

En unas recientes declaraciones, el autor ha señalado que el problema principal de buena parte de los países del mundo es la educación: «Ya no enseñan a leer y escribir lo suficiente. Así que tenemos que rehacer nuestro sistema educativo y asegurar que cada alumno sepa leer y escribir cuando tenga seis años. Si no tenemos cuidado dentro de unos cuantos años acabaremos con una sociedad como la de Fahrenheit 451. Todavía no llegamos allí, pero estamos peligrosamente cerca».

Biblioteca infinita

El pensamiento único, de todas formas, no es sólo uno de los grandes males de nuestro tiempo. En Granada, tras la toma de la ciudad por las huestes de los Reyes Católicos, en un intento de acabar con el centenario legado intelectual que los árabes habían dejado en Granada, se organizó una pira en la céntrica plaza de Bib Rambla en la que ardieron miles y miles de libros que contenían el saber ancestral de millones de personas. Una tragedia de proporciones incalculables que supuso el comienzo del empobrecimiento intelectual de una ciudad históricamente culta y floreciente. Y todo ello, con el fin de que el cristianismo terminase por aplastar la influencia del pensamiento y la religión árabe en nuestra tierra. Sin embargo, unos misteriosos libros, aparecidos en el Sacromonte, pueden dar la vuelta a la historia, tal y como se había conocido hasta entonces.

Con su fascinante y evocador El segundo hijo del mercader de sedas, Felipe Romero hizo un hermoso canto a la concordia, a la tolerancia y al respeto y el entendimiento entre religiones que conquista el corazón de todo lector que se acerca al mismo, por la belleza con que cuenta una trágica y, a la vez, deliciosa historia.

A través de este recorrido periodístico, se han extraído sólo algunos volúmenes de esa particular biblioteca metaliteraria de que hablaba Borges.

Pero podríamos haber consultado muchos más. Como La neblina del ayer, del cubano Leonardo Padura, en que una biblioteca de La Habana albergaba se-cretos ocultos de antes de la revolución. O el mítico y peligrosísimo Necronomicón de H. P. Lovecraft, que provocaba la locura con sólo leerlo. Pero es hora de dejarlo. A fin de cuentas, la biblioteca está ahí, al alcance de todos, y no hay nada más hermoso que perderse entre sus pasillos.



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