DIDYME

Pleno empleo

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El avión aterrizó en Tirana botando como un guerrero masai. La pista, conservaba la soberbia de una trocha forestal. Éramos la primera misión internacional que entraba en el país, para echar una mano, recién caído el gobierno de Haxhi Lleshi y de su cancerbero Enver Hoxha, secretario del PTA. En el barracón-igloo del aeropuerto, nos esperaban varios miembros del gobierno, con una copa de un aguardiente incivil en la hospitalaria mano, para brindar por la esperanza, flaca y huidiza todavía. Llegamos a Tirana el mismo día en que una ciudadanía encolerizada abatió la inmensa estatua de Hoxha, tirando a mano de ella con cordeles. Sonó al caer como una gigantesca campana, sin perder el gesto admonitorio del tirano. La confluencia entre los boulevares Gurakuqi y Dëshmorit, parecía un termitero de ira.

La primera visita programada, era la del puerto de Dürres y su astillero. Su director, Omer Frasheri, al contarle que en Cádiz llevamos tres mil años construyendo navíos, me atendió más, aún importándole un bledo que le reactivaran aquella cochambre. Me impactó, enseguida, el estado de ruina y abandono, de hastío técnico. Los diques, pañoles, y almacenes, como los patios de operaciones, estaban repletos de languidecidos obreros peripatéticos, de mirada gris, agrupados en racimo. Hice un esfuerzo inciso para fijar la imagen en mi retina, al no permitirme hacer fotos, que debió interpretar Frasheri como un gesto de estupor. Algo entendió, informándome que tenía siete mil operarios. Lamentaba que asistieran, sin poderlos asignar a un tajo. Aquellas instalaciones, con dos diques secos de carretón y rampa, se podían gestionar, a pleno rendimiento, con no más de quinientos, sabiendo él que yo lo sabía. «¡Los logros sociales del pleno empleo!», exclamó con cínico sarcasmo.

El trabajo se basa en el ejercicio de un derecho y en los regímenes totalitaristas, con los que he convivido y trabajado, la restricción de los derechos y las libertades convierte el trabajo en una obligación, en una condena. Los niveles de desmotivación abruman al sistema. En los países libres, por el contrario, el ejercicio del ese derecho constitucional forma parte indisoluble de las obligaciones correspondientes. El Estado providente, arrostra la obligación de tutelar, regular, fomentar el empleo, a través de marcos jurídicos y normas que faciliten la labor de los empresarios, los empleadores, cuyas potestades no debe suplantar ni exigirle a nadie que emplee a otro. Ese acto volitivo está regulado por la libertad individual. En nuestro sistema, en el que el pleno empleo es un anhelo, casi quimérico, nuestro padecimiento es otro: el absentismo. Los obreros de Durrës iban para no trabajar, pero cumplían. En España el que eluda la responsabilidad de trabajar, voluntariamente, en el ejercicio de un derecho, incurre en un inmoral fraude, ejercido no sólo contra el Estado o su empresa, sino contra sus conciudadanos y compañeros de trabajo. Es una perversión ética, cuyo único eximente sería el de la incultura.