ESTAMPA. Imagen de un viñedo jerezano inmerso en pleno proceso de vendimia. / TAMARA SÁNCHEZ
Jerez

Ajo de viña y mosto, binomio ideal

Cada año, avanzado el otoño, apenas comienzan los fríos, el vino joven precipita, decanta y limpia, y la campiña jerezana es un hervidero de coches que como hormigas se contemplan desde la lejanía en un ir y venir por los carriles de las viñas, cuyos soleados almijares se llenan de mesas y de gente ávida de saborear el mosto, que ya punzante y frutal deleita a su paso cada una de nuestras sensibles papilas gustativas, las que con su memoria reconocen en su sabor, su estado, su calidad y hasta su procedencia; en suma, su punto exacto.

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Hoy, ya arrancadas, parceladas y urbanizadas o convertidas en autopistas o parques de molinos eólicos, algunas de estas viñas jerezanas han ido desapareciendo y con ellas sus viejos capataces, los que hace cuarenta años solían guardar una o dos botas de mosto para su consumo y el de los parientes o amigos que por aquel entonces los visitábamos para beber el vino nuevo. Los jóvenes de entonces nos reuníamos y empalmábamos unas pocas pesetas para que, sentados en los soleados almijares, aquel buen hombre nos sirviera unos vasos de mosto mientras que su mujer nos preparaba un ajo de viña.

A veces y mientras él ponía el caldero de agua al fuego y ella hacía el majado de ajos, sal, pimientos, tomates pelados y aceite de oliva, nosotros troceábamos a pellizcos la gran telera de pan de campo, que más tarde en el lebrillo de barro el agua hirviente se encargaría de ablandar en una especie de ritual llevado a cabo con unos cuantos trozos de tela que lo tapaban. El primero era un cuadrante de murcelina, que limpio y soleado como un jaspe cubría con su blancura el lebrillo, apenas se había vertido en él y sobre los ingredientes el agua hirviendo; el resto eran trapos de cocina, sacos o bayetas cuyo fin consistía en hacer guardar el calor y así mantener la cocción de los ingredientes. Durante el vertido se bajaba la voz o se guardaba silencio, no sé si por el riesgo de quemaduras que con tan rudimentario menaje se llevaba a cabo el proceso, o es que el simple y al parecer sencillo acto de echar el agua caliente era tan trascendental como parecía.

Viñedos jerezanos

Tras estos momentos y en animada charla volvíamos a empinar los vasitos de mosto y a picar las rosadas rodajas de chorizo blanco y de morcilla de sangre, que en un descascarillado plato de loza nos había servido Ramona, la mujer del capataz. Durante los entre quince y veinte minutos que aproximadamente duraba la espera, la visión de las suaves lomas de los viñedos jerezanos y la brisa marina sanluqueña henchían nuestros juveniles pechos haciéndonos recordar las bucólicas y placenteras estrofas del Marqués de Santillana. El canto de la perdiz resonando en la campiña, junto a los conejos y liebres correteando entre los líneos de las vides, hacían que aquellas mañanas hayan permanecido indelebles en nuestra memoria.

A la voz de «¿esto ya está!», aquel hombre junto a su mujer se encargaban de mezclar con la machacadera el suculento majado con el pan integral, mientras que, expectantes, nosotros bebíamos pequeños sorbos del punzante mosto cuyas agujas eran los restos del gas que aun conservaba de la fermentación.

La alegría del amigable encuentro junto al lebrillo humeante hacía el resto. En aquellos platitos, retales de ¿sabe Dios cuántas vajillas!, nos servíamos una y otra vez haciéndole fiesta a los tropezones de chorizo y de huevo duro que Ramona había puesto como decoración.

Ni que decir tiene que jamás hubo mosto capaz de empapar aquel Ajo de Viña, por lo que la sobriedad del manjar siempre pudo con la leve graduación alcohólica del mosto. El resultado: un hartazgo de amistad y de sana comida y bebida, tras la que cada mochuelo tornaba a su olivo.

Recuerdo que aquellas furtivas escapadas los sábados por la mañana a las viñas eran prohibidas aventuras porque aún con dieciocho años se nos tenía vetado el ingrediente alcohólico, pero que nosotros infringíamos con placer, ya que aquel frugal ajo de viña junto con el achampañado mosto jerezano eran el binomio ideal para nuestros jóvenes paladares. Unas pocas aceitunas aliñadas y rabanitos picantes completaban el menú; el resto lo ponían los comensales, los que en grata y distendida reunión bajo los éteres del alcohol sólo podían manifestar sus valores educacionales, de entre los que sobresalía la ingenuidad.

Hoy, pasados los años, la nostalgia me ha hecho buscar de nuevo el entramado vericueto de veredas y carriles que recorríamos entonces, hasta encontrar la portada de aquella preciosa viña. Al atravesar el cancel, tal como entonces, delataron los perros mi presencia. Como era de esperar, ni José ni Ramona estaban, pero salieron a recibirme sus hijos que, rodeados de sus mujeres y niños, escucharon con atención la razón de mi visita. No había terminado de hablar cuando una de ellas prorrumpió: «¿Un ajo de viña se lo hago yo a usted ahora mismo!». Con las mismas energías, amor y celo que su suegra, aquella mujer trajo a la memoria de mi paladar los inolvidables sabores del sabroso majado, que junto al pan de campo y al vino nuevo han permanecido conservándose durante generaciones como una tradición gastronómica jerezana: ¿Ajo de viña y mosto jerezano, binomio ideal!