Viaje al centro de la victoria de Trump

Luzerne -región industrial en declive de Pensilvania- explica el triunfo del presidente de EE.UU. de hace un año: el grito desesperado de una América olvidada

Vista de uno de los barrios deprimidos de Luzerne (Pensilvania) J. Ansorena
Javier Ansorena

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La televisión escupe las noticias locales en una pantalla al final de la barra en Chuck’s Diner, un restaurante popular en Luzerne , el pequeño pueblo que da nombre a un condado del noreste de Pensilvania . Es el final del turno de comida y apenas quedan tres parroquianos acodados en un mostrador de conglomerado y chapa. Otra docena de clientes están sentados en el salón, con sofás de cuero rojo cuarteado. Una señora mayor, con el pelo rubio y la cara pálida, saca la mano de la manga de una camisa de franela enorme para remover su sopa de pollo. Un chico más joven, obeso, de pelo encrespado, hunde el tenedor en una montaña de panqueques con sirope de arce. Todos forman parte del mismo club: la clase media blanca deteriorada de EE.UU. . La misma que puso el destino del país en manos de Donald Trump hace un año . La misma que, un año después, espera todavía a que cambie su suerte, delante de un plato de comida grasienta en Chuck’s, con su alfombra renegrida y lámparas de metacrilato.

El condado de Luzerne, un valle minero e industrial venido a menos , es sintomático del ascenso de Trump a la Casa Blanca. Es una de las zonas del país donde hubo un mayor vuelco electoral . En 2012, Barack Obama obtuvo aquí el 51,7% de los votos, frente al 46,8% del republicano Mitt Romney. El año pasado, Trump le dio la vuelta de forma espectacular, con un 58,4%, frente al 38,8% de la favorita, Hillary Clinton. El condado está además en Pensilvania, uno de esos estados bisagra que inclinan las elecciones y que había votado siempre demócrata desde 1988. Se lo adjudicó Trump .

Ese resultado pudo sorprender a los progres neoyorquinos que tenían el champán listo para descorchar y celebrar a la primera presidenta de EE.UU. la noche del 8 de noviembre de 2016 . Pero no fue inesperado en Luzerne. «Hillary vino por aquí dos veces y fueron 300 o 400 personas. Trump llenó el estadio, con capacidad para 10.000 personas , y había otras cuatro mil fuera», explica Bill O’Boyle , que cubre la información política para el diario local «Times Leader» . «Trump supo hablar a la gente de aquí, decirles lo que quería escuchar». Impuestos, inmigrantes, aborto, la frontera, el ejército, "América primero", "América grande"» . «La gente estaba cansada de estar en mala situación económica, de no tener lo que creen que merecen y no veían que Hillary fuera a cambiar nada», añade. Para O’Boyle, la presidencia de Trump no ha supuesto ningún cambio: « Todavía estamos esperando a que pase algo bueno aquí».

Tony, camarera del Chuck's Diner J. Ansorena

Tony, camarera en Chuck’s, sin embargo, cree en el presidente. «Hay más trabajos y los chicos van más a la universidad», dice para demostrar el efecto positivo del camino en la Casa Blanca, aunque prefiere no elaborar. Sí lo hace Steve Bloom, un diputado en el congreso regional de Pensilvania, que contrasta con la clientela por el disfraz de político: traje oscuro, dentadura blanca y pin enorme en la solapa. Hoy ha parado en Chuck’s igual que los candidatos en Miami van al café Versalles de Little Havanna; saben que es donde hay que dejarse ver. «Hay una gran sensación de optimismo en el mundo empresarial», dice y cuenta historias de compañías que no encuentran personal. Aaron Kaufer, también representante republicano en el congreso regional, añade que «sube la confianza de los consumidores» y que hay «un sentimiento generalizado de que la economía va bien».

Trump se ha demostrado un prestidigitador de las emociones y de los sentimientos. No deja de proclamar en Twitter que la economía estadounidense «ruge», que las empresas «vuelven», que se crean miles de trabajos. Es innegable que la economía ha crecido y que la bolsa rompe récords. Pero l as fortunas de Wall Street no afectan a esta esquina de la América profunda , olvidada de todos, excepto cuando toca ir a votar.

Mismo tinte de pelo

«No, no se ha notado absolutamente nada», dice Ahmad sobre el impacto económico en la región de la llegada de Trump. Está en Bakehouse, una cafetería muy frecuentada en Kingston , otra localidad del valle del río Susquehanna , una ribera desolada de fábricas abandonadas y pueblos bañados de pintura desconchada, aceras desiertas comidas por la mala hierba y verjas herrumbrosas. A su lado se sienta Mike, que solo comparte con Trump un tinte de pelo albahío. «La clase media se ha quedado fuera» , lamenta, algo de lo que también culpa a Obama, que hizo «más mal que bien».

Pero en esta zona, ni los más viejos del lugar recuerdan cuándo le fue bien a la clase media. Un accidente minero en 1959 provocó una inundación del Susquehanna que tumbó de la noche a la mañana el negocio del carbón . La potente industria textil solo aguantó hasta los 80 , mudada a estados del Sur o al extranjero. Uno de los últimos en conservar su fábrica fue Charlie, ahora jubilado, que deja de lado su bocadillo para explicar que votó «toda la vida demócrata» hasta Obama (explica, sin que se le pida, que no tiene nada que ver con racismo). Y que en las últimas elecciones se registró como votantes republicanos, enardecidos por Trump. «Y como yo, miles de personas aquí». Su esposa, Andrea, reconoce que en su casa solo se ve Fox News -cadena de tendencia «trumpista»- y repite los mantras del «trumpismo»: «Hillary es una criminal», «Obama es el anticristo»…

Grito desesperado de los olvidados

Bloom y Kaufer, los políticos republicanos, confirman con satisfacción que en Luzerne, en Pensilvania y en el resto de la América profunda hay muchos como Charlie y Andrea: demócratas «abandonados» por su partido y para los que Trump es una esperanza de cambio. Al otro lado del río, en el campus de la Universidad de Wilkes, una de las pocas zonas donde se percibe menos deterioro, lo explica Thomas Baldino, profesor de ciencias políticas: «El partido demócrata en zonas como esta siempre ha tenido una naturaleza conservadora en lo social». Sus votantes -la mayoría de la población es católica- no ven con buenos ojos los avances liberales -aborto, derechos de homosexuales- y cada vez sienten más distancia entre el partido y las necesidades económicas de la clase trabajadora. En Luzerne, como en tantos lugares de EE.UU., a Hillary Clinton -criada en la clase media y con familia en Pensilvania- se le relacionaba más con Wall Street que a un multimillonario neoyorquino como Trump.

Desde los mostradores de Luzerne, la victoria de Trump parece el grito desesperado de una América olvidada. «Voté siempre demócrata, también a Obama, pero cambié a Trump. Incluso saqué del sofá a mi marido, que en su vida había votado, para ir a las urnas», dice Tony, la camarera de Chuck’s, tras limpiar una mesa, con el cansancio y el rímel pegado en los ojos. «Necesitamos que aquí pase algo».

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