Militares filipinos trasladan el cadáver de un compañero muerto en enfrentamientos con Abu Sayyaf
Militares filipinos trasladan el cadáver de un compañero muerto en enfrentamientos con Abu Sayyaf - REUTERS

Sobrevivir a un secuestro de Abu Sayyaf

El grupo armado, filial del Estado Islámico en Filipinas, matará a varios rehenes si no recibe un rescate de 12 millones de dólares. ABC habla con antiguos secuestrados por la milicia

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Gracia Burnham nunca podrá olvidar su 18 aniversario de boda. El 27 de mayo de 2001 esta ciudadana estadounidense de Kansas y su marido, Martin, celebraban la efeméride en un popular resort de la isla de Palawan, en Filipinas.

¡Bang Bang, Bang! En la puerta de su habitación comienzan a escucharse fuertes golpes. Aún no ha amanecido en el hotel Dos Palmas. Los culpables del estruendo son tres jóvenes a cara descubierta armados con fusiles M16. Son milicianos de Abu Sayyaf, una organización islamista.

«Muchos (de los captores) no estaban de acuerdo con la “santidad” de la yihad (...) Una gran parte de ellos se habían unido a Abu Sayyaf porque no tenían nada que hacer o querían casarse: necesitaban dinero para la dote y esperaban obtenerlo en el pago del rescate», asevera Gracia en conversación con ABC.

En una barcaza de diez metros de eslora, los rehenes y más de una decena de terroristas son transportados desde Palawan a la isla de Basilan, en un viaje que se prolonga durante cinco días. Junto a los Burnham, en el ataque contra el hotel Dos Palmas de Palawan, otras 17 personas han sido secuestradas. La mayoría, residentes locales.

«Sufríamos síndrome de Estocolmo», recuerda Gracia a este diario. «Al principio eran nuestros enemigos, pero luego empezamos a dudar quiénes eran los “buenos y malos”: aquellos que nos alimentaban y protegían o aquellos que disparaban contra nosotros (a las pocas horas de la llegada a Basilan, se produciría un tiroteo entre miembros del Ejército filipino y los terroristas. Durante el cautiverio de los Burnham tendrían lugar hasta 16 diferentes enfrentamientos entre militares y yihadistas)», reconoce la estadounidense. Siempre a la carrera, y en cambio constante de localización, la malnutrición hace flaquear las fuerzas de los rehenes. En periodos que se pueden prolongar a hasta diez días sin alimentos, el único sustento a llevarse a la boca son hojas recogidas por el camino y sal.

Ante su nacionalidad, el matrimonio estadounidense, así como Guillermo Sobero, un ciudadano peruano-norteamericano, se convierten en la moneda de cambio más valiosa del grupo. Aunque solo Gracia saldría con vida de la jungla.

La organización islamista Abu Sayyaf fue creada en 1991 como una escisión del Frente Moro de Liberación Nacional. Su fundador, Abdurajak Abubakar Janjalani, era un clérigo que luchó en Afganistán, donde (asegura) conoció a Osama Bin Laden y sintió la llamada a una yihad global.

Desde su nacimiento, hace ahora un cuarto de siglo, el grupo ha sufrido una notable vuelta de tuerca interna, con numerosas muertes en su liderazgo. Entre las principales obras de su legado de terror se encuentra el atentado con explosivos contra un ferry la bahía de Manila en febrero de 2004, donde al menos 116 personas perdieron la vida.

Ya en julio de de 2014, su líder, Isnilon Totoni Hapilon, juraba lealtad a la red del Estado Islámico.

Ahora, el grupo armado ha convertido la extorsión en su seña de identidad: A finales del pasado mes de abril, John Ridsdel, un turista canadiense raptado siete meses antes por los radicales, era ejecutado tras expirar el ultimátum de sus captores, que exigían 20 millones de euros por su liberación.

«Cuando me enteré de su muerte fue como si me hubieran golpeado en el estómago», reconoce Gracia.

Las próximas víctimas en la diana islamista tienen hombre y apellidos. Recientemente, Abu Sayyaf hacía pública una nueva grabación donde amenazaba con ejecutar a tres de los rehenes en su poder -el canadiense Robert Hall, el noruego Kjartan Sekkingstad y la filipina Marites Flor- si no reciben antes del 13 de junio un rescate cercano a los 12,6 millones de dólares.

Gracia sabe del dolor de la muerte. Tras numerosos intentos infructuosos, el 7 de junio de 2002, cerca de un año después de su secuestro, el Ejército filipino realizaba un operativo de rescate para garantizar la liberación. El estado de las negociaciones es desesperado. Tres meses antes, los terroristas han recibido un pago de 330.000 dólares en forma de rescate. A pesar de ello, deciden ampliar sus demandas.

En el ataque, su marido Martin recibe varios disparos mortales. Gracia resulta también herida, aunque sale adelante. Solo unos días después, el rehén Guillermo Sobero era decapitado en represalia por el intento de fuga.

Inanición y tedio

472 días de cautiverio. En la memoria de Warren Rodwell, esta cifra se encuentra grabada como uno más de los tatuajes que recorren sus brazos. El 5 de diciembre de 2011 este exmilitar australiano de Sydney era capturado por milicianos yihadistas en su residencia de la isla filipina de Mindanao.

Rodwell no volvería a gozar de libertad hasta el 23 de marzo de 2013.

«La constante escasez de alimentos en cada uno de los campo de prisioneros (hasta 28) provocó mi inanición», se sincera Rodwell.

El australiano había llevado una vida bohemia por la región, que le llevó a asentarse en Filipinas en mayo de 2011 tras una década como profesor de inglés en China. A sus 53 años, el lugar parecía perfecto para un retiro anticipado.

Rodwell recuerda cómo, en los primeros segundos del secuestro, recibió un disparó en su mano derecha que cercenó parte del metacarpiano del dedo índice. El único tratamiento médico disponible era una botella de antiséptico y algodón, que fue autoadministrado por el propio rehén.

«Los guardias asignados a los campamentos no eran altamente cualificados y su formación o educación no iba más allá del nivel de escuela primaria. La mayoría vivía bajo formas de vida campesinas y querían aprovechar al máximo la oportunidad para un trabajo “temporal” como un secuestro», reconoce.

«Muchos guardias habían envejecido en su adolescencia y deseaban algo de emoción con la esperanza de un sueño en forma de secuencia de Hollywood», añade.

El rehén pasaría gran parte de su cautiverio postrado en una hamaca para evitar la crecida de las mareas. El espacio limitado, con solo una lona como techo, impedía cualquier ejercicio físico.

«El silencio y el aburrimiento cubrían los campos. En ocasiones, se escuchaban sonidos provenientes de mezquitas de pequeñas aldeas cercanas, en medio de las rutinas esenciales de supervivencia. Un barquero solía traer agua y provisiones semanales cuando era posible», destaca Warren, quien asevera que el número de milicianos a su alrededor variaba dependiendo de la zona. En el alta montaña, nido de la serpiente radical, su número podía elevarse hasta el centenar.

Finalmente, un pago cercano a los 100.000 dólares garantizaría la liberación del australiano.

Transcurridos 15 meses de cautividad, el exmilitar pesaba 55 kilogramos. Treinta menos que antes del secuestro. «Parecía un prisionero de guerra», rememora.

Mientras, a la espera de conocer la voluntad de sus custodios, continúa la incertidumbre sobre las última víctimas del chantaje islamista de Filipinas.

Abu Saffay ha reconocido que ejecutará al canadiense Robert Hall, el noruego Kjartan Sekkingstad y a la filipina Marites Flor, quienes fueran raptados el 21 de septiembre de un complejo hotelero en el sureste del país, si no reciben su rescate antes del 13 de junio.

«Sé cómo se sienten aquellos que continúan secuestrados», reconoce Gracia Burnham. «Piensan si serán los siguientes, si se han olvidado de ellos, si hay alguien que está trabajando en su liberación. Es una pena cómo Abu Sayyaf ha arruinado Filipinas», lamenta.

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