Los medios engordan al «monstruo»

Reproducimos el capítulo III de «Trump, el triunfo del showman», del corresponsal de ABC en Washington, Manuel Erice, con la colaboración de la politóloga Muni Jensen, publicado por Ediciones Encuentro. El relato de una irrepetible campaña electoral, vivida en primera persona

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Los medios de comunicación también acumularon méritos para ocupar un lugar destacado en la inédita campaña electoral de 2016, y no precisamente por un comportamiento virtuoso. El país de la prensa y de la opinión pública, capaz de grandezas profesionales como la investigación del escándalo Watergate, no es ajeno a la profunda crisis de una profesión castigada por las penurias económicas y la pérdida de credibilidad.

En medio de una larga transición del negocio entre la solera del papel y la novedad digital, donde los ingresos escasean y los costes difícilmente merman, las compañías estadounidenses se han lanzado a por la audiencia. Y no sólo las televisiones. También la llamada prensa seria, contagiada por la guerra de los ratings, aprovecha cualquier oportunidad para sumar tráfico en internet.

Es la competencia trasladada a la red, que abre una gran oportunidad, pero también aporta confusión. Si el país que marca la tendencia mundial protagonizó en 2008 la campaña del pionero Obama en internet, la de 2016 será recordada por una tentación llamada Donald Trump, con su Twitter como inigualable juguete, a la que ningún periodista fue capaz de resistirse. Por primera vez, un candidato se había adentrado en el mundo de la comunicación con mayor dominio y eficacia que los propios profesionales. Estamos ante «el presidente de las redes sociales», como le bautizó Van Jones, analista de CNN. [...]

El maestro del entretenimiento, el showman de El Aprendiz, sabía cómo provocar para mantenerse en el escaparate mediático. Quienes le acogimos como a una serpiente de verano en 2015, que fuimos todos, tuvimos que asumir nuestro error. La llegada del fall -otoño estadounidense- le reveló como un hábil manipulador del ciclo informativo. No era simple ruido. Su intuición y su carácter impredecible le permitían marcar la agenda, que cada día terminaba incrustada en el centro del debate político y periodístico. En un principio, sus rivales de las primarias republicanas le recibieron como un divertimento, un simple bufón llegado para animar la carrera. Parecía una cuestión de tiempo que su reality show se desvaneciese como moda pasajera. Pero los medios no estaban dispuestos a desaprovechar esa oportunidad pintiparada.

Con las televisiones marcando el camino, nadie se resistía a la orgía de titulares, sabrosos ingredientes de una papilla de fácil digestión. Hacía mucho tiempo que un personaje político no arremetía contra todo y contra todos, sin privarse de insultos y expresiones vulgares que rompían el habitual lenguaje de la corrección. Los canales, que ya habían cosechado ratings de audiencia en verano por encima de lo previsto, se frotaban las manos.

Podrían convertir el proceso electoral de 2016 en el más jugoso y rentable de la historia. En marzo, en el fragor de las trepidantes primarias, el presidente de la cadena CBS, Leslie Moonvies, no pudo ser más sincero: «Puede que esto no sea bueno para América, pero es condenadamente bueno para la CBS». Para satisfacción de los hambrientos directivos de los canales, el vaticinio se cumplió. A modo de ejemplo, la cadena CNN reconoció, de forma provisional, un ejercicio de 2016 con cien millones de dólares más de ingresos que los presupuestados. Durante los debates presidenciales, logró aumentar el precio de los anuncios hasta un 40%, a 200.000 dólares por cada espacio de treinta segundos. En noviembre, el mes de la elección, el canal batió el récord histórico de audiencia, con un aumento del 44% con respecto al mismo mes de 2012. Pese a ello, en audiencia global en cable, la CNN se disputa hoy el tercer puesto con la cadena MSNBC, por detrás de Fox News y Nickelodeon.

Una campaña pagada

Pero, en su desmedida explotación del negocio, la pérdida de credibilidad se iba acentuando, en medio de un aturdimiento generalizado. Cuando las primarias republicanas llegaron a su fin, el balance de las horas dedicadas a cada candidato se convertía en el primer aldabonazo para la conciencia de la profesión. El gráfico casi se caía de las manos al primer vistazo. Donald Trump había sumado un espacio televisivo valorado en la friolera de 1.900 millones de dólares sin aportar un dólar, según un informe de mediaQuant, publicado por The New York Times.

El segundo rival del Partido Republicano con más cobertura, Jeb Bush, no pasaba de los 214 millones, siempre en una estimación comparada con el valor de los espacios publicitarios. Su futura rival demócrata en la campaña presidencial ni se acercaba a Trump en protagonismo. Pese a que su disputa con Bernie Sanders había sido más reñida de lo previsto, Hillary Clinton, con 746 millones de dólares en cobertura, apenas superaba ligeramente la tercera parte de lo acumulado por Trump, el inesperado chollo para unos necesitados medios. [...]

Por aquel entonces, recuerdo que, como un interminable bucle en el que Trump y las televisiones se retroalimentaban, en una idílica y eterna luna de miel, la imagen era omnipresente cada vez que sintonizaba cualquier canal de informativos. La misma cara, la misma voz chillona, el mismo flequillo y los mismos gestos. Sólo mutaba la frase sobreimpresionada en la parte inferior de la pantalla. Era la novedad. No había disparate del showman que no mereciera una dedicación especial.

Primero, con una prolongada explicación de los presentadores, ayudados con la imagen de Trump en cualquier lugar del país en el que hubiese agarrado un micrófono. Después, con la habitual relación de expertos comentaristas dispues- tos a desentrañar el trasfondo del mensaje de la nueva vedette política. Se trataba de estirar la goma mientras no se rompiera. La valoración informativa quedaba en un segundo plano. No importaba que Trump proclamara que tras el 11-S «grupos de musulmanes habían celebrado» el brutal atentado, o que el aspirante se considerara el mejor candidato por ser «el más honesto». Siempre había una CNN, una FoxNews o una MSNBC, las tres cadenas de noticias de cable, conocidas como The Big Three -Las Tres Grandes-, para dedicarle la mayor de las coberturas. Cierto es que la televi- sión en Estados Unidos, por la propia cultura del país, siempre ha conllevado un componente de espectáculo. Pero aquello se trataba casi de un culto a la personalidad del advenedizo líder.

Pérdida de credibilidad

El propio presidente Obama, consciente de que la burbuja del personaje estaba empezando a convertirse en una amenaza real para el sistema, lanzó un buen día un tirón de orejas a la profesión periodística. En una de sus reflexiones en voz alta, en un mitin pro Hillary en Filadelfia, el inquilino de la Casa Blanca se preguntó si la labor informativa tenía que limitarse a un simple eco, una caja de resonancia de lo que decían los protagonistas de la actualidad, o debía incorporar un filtro de elaboración e interpretación propia. El presidente ya barruntaba la que se estaba viniendo encima: «Estos son momentos serios, para hacer un trabajo serio. Esto no es entretenimiento, ni es un reality show. Es la campaña para la presidencia de los Estados Unidos».

La crítica de Obama se oyó pero no se escuchó en las televisiones. Aunque sí contribuyó al principio del fuerte desgaste de credibilidad que terminarían sufriendo. Algunas decisiones de los canales se sumaron al descrédito. En el intento de multiplicar la repercusión mediática, la CNN incorporó entre sus habituales comentaristas políticos a Corey Lewandowski, el desgastado jefe de campaña de Donald Trump, sacrificado por el magnate para profesionalizar su campaña ante un reto de mayor envergadura como la campaña presidencial. En julio, la CNN admitió que su flamante fichaje seguía percibiendo dinero procedente de la campaña de Trump. [...]

Tradicional referencia de la fórmula de 24 horas de noticias, aunque en franca caída los últimos años, la cadena CNN volvió a ser la más citada la campaña electoral. [...] Los últimos años, una continua pérdida de audiencia y de ingresos publicitarios había hecho mella en su cuenta de resultados. La cadena decidió incorporar en 2013 a Jeff Zucker, entonces consejero delegado de NBC-Universal, un ejecutivo que siempre ha primado el rating como filosofía televisiva.

Paradójicamente, durante su etapa de gestión de este conglomerado mediático, el programa de Donald Trump El Aprendiz, incorporado a la programación por el propio Zucker, se había convertido en uno de los motores de negocio de la cadena. Hasta el punto de que su éxito ayudó al directivo a ascender hasta la cabeza de la corporación. Incluidos momentos casi cómicos, como el intento fallido del flamante directivo mediático de transmitir en directo la boda del millonario neoyorquino con Melania, su actual mujer y hoy Primera Dama. Este idilio profesional entre el magnate y Zucker reviviría viejos laureles la pasada campaña de primarias, cuando la cadena CNN prácticamente se limitaba a reproducir los discursos de Trump en vivo y repetirlos durante el día, con una resonancia casi sin límites.

Margaret Sullivan, columnista de medios de The Washington Post, describió así la relación: «Dos veces Zucker convirtió a Trump en ganador, y dos veces Trump convirtió a Zucker en ganador».

El giro de estrategia informativa imprimido por el nuevo gestor de la cadena, con más acento en el espectáculo que en la noticia, estableció una mayor línea de separación entre los presentadores y comentaristas en el estudio y los reporteros y corresponsales, que mantienen un apego más claro al rigor informativo. Aunque generó más audiencia, también provocó la incomodidad de algunos de sus mejores profesionales. Aquel año, el presidente Obama aprovechó la tradicional cena de los corresponsales de la Casa Blanca, evento de gala anual donde por una noche conviven entre copas los políticos y la prensa, para escoger a Jake Tapper, la nueva cara de la cadena en Washington, como blanco de sus bromas: «Dejó el periodismo para vincularse a CNN», le lanzó. La propia redacción de la cadena se sumó a las protestas el pasado septiembre, cuando un reportaje sobre los diez años del huracán Katrina quedó finalmente fuera de la programación, después de que la dirección decidiera primar una comparecencia de Donald Trump. La respuesta de Zucker entonces fue así de lacónica: «Nadie es perfecto».

Sin embargo, el arranque de la campaña electoral impondría la realidad de un nuevo sesgo informativo, esta vez favorable a Hillary Clinton, que no abandonaría hasta la elección presidencial. El cambio abriría una guerra entre la cadena y Trump. La importancia de lo que había en juego llevaba ahora a un intento del establishment en pleno de frenar la amenaza del outsider. El candidato republicano volvería a recurrir a su facilidad para los apodos bautizando el canal como «Clinton News Network».

La noche electoral

Cuando llegó la noche electoral, los presentadores de CNN parecieron empeñados en dar la razón a Trump. El programa especial conducido por Wolf Blitzer, acompañado por los periodistas y colaboradores que iban comentando el recuento a medida que los estados se decantaban, terminó convirtiéndose en algo parecido a un funeral. Tras el mismo inicio dinámico que el veterano presentador de The Situation Room imprime a todos los programas especiales, el cambio de tendencia del recuento en favor de Trump reflejó un cierto rostro de inquietud en algunos de ellos. Con Florida y Ohio ya en favor del magnate, la incredulidad se iba adueñando de Blitzer y sus compañeros de plató.

En un momento de la noche, CNN dejó de adjudicar los estados a Trump, mientras que la conservadora FoxNews seguía proyectando los resultados y apuntando ya a una probable victoria del candidato republicano. Después de un parón generalizado, pendientes todos de conceder definitivamente el triunfo al neoyorquino, cuando la FoxNews, las agencias y los diarios digitales comenzaron a anunciar al nuevo presidente electo, la cadena CNN seguía aún más preocupada de mostrar en directo cómo el director de campaña de Hillary, John Podesta, comparecía para asegurar que seguía el recuento y aún no había nada decidido. Sería una de las últimas cadenas en asumir la derrota demócrata.

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