Policías franceses vigilan ayer las orillas del Sena frente a Notre Dame
Policías franceses vigilan ayer las orillas del Sena frente a Notre Dame - REUTERS

Líderes musulmanes llaman a los jóvenes a no caer en la yihad

Esta comunidad lleva mucho tiempo viviendo en Francia como una nación dentro de otra. Es hora de cambiar

ENVIADO ESPECIAL A PARÍS Actualizado: Guardar
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«Batida por las olas, mas no hundida». Pocas veces ha sido más literal el lema del escudo de París que en estos días, sellados por el acecho de un enemigo en la sombra. «Fluctuat, nec mergitur», en los carteles electrónicos que hoy en vez de dar razón de los habituales embotellamientos en el cinturón periférico, advierten a los ciudadanos de los riesgos y de las necesidades más urgentes de una ciudad herida. ¿Cuántas veces habré pasado ante esa pantalla electrónica, frente a la Sorbona, sin pararme a pensar en la extrañeza del adagio latino que la tradición dice venir de San Juan Crisóstomo y que en el escudo de París colocó el mismo barón de Haussmann que rehizo su paisaje urbano? «Non mergitur», no zozobra.

Menos que nunca, en estos días de noviembre.

A treinta pasos de aquí, el viejo Polidor se ha cubierto de banderas francesas. Puede que muchos lo identifiquen sólo como el restaurante Belle Époque que usara Woody Allen en una película no demasiado afortunada. Pero sus mesas corridas son leyenda que sobrevivió al tiempo. Y no está Polidor dispuesto a que ningún yihadista arruine el benévolo hedonismo de la casa. Y bajo las banderas, la tiza sobre la pizarra anuncia que también este año ha llegado el Beaujolais Nouveau y que no hay en el universo nada que pueda impedir eso. El mismo tono en bares y restaurantes del barrio latino. Hoy, 19 de noviembre, como todos los años, «ha llegado el Beaujolais nouveau», ese vino joven que yo –que no bebo– he visto siempre anunciar por las mismas fechas, con igual liturgia. Y una tontada tan trivial toma hoy el tono de un desafío. «Batida por las olas, no zozobra». Nada altera sus hábitos. Nada debe alterarlos. La ciudad está por encima de cualquier barbarie. En eso queda cifrada la fortaleza humana.

A las 13:30 de este gris 19 de noviembre, en un París empecinado en ser fiel a sí mismo, los televisores interrumpen sus programas. El fiscal de París emite una nota oficial: el cadáver que ayer no pudo ser identificado, tras el tiroteo en Saint-Denis, tiene un nombre: Abdelhamid Abaaoud, el jefe del comando que asesinó a 129 personas el viernes, el jefe del comando que planeaba repetir su hazaña en el barrio de «La Defense», ha muerto. Y nadie se hace, con seguridad, demasiadas ilusiones acerca de la extinción del riesgo. Un jefe de asesinos ha sido abatido. Hay otros jefes. Y otros asesinos. Que podrán golpear, que golpearán. Aquí, en París. Pero igual en cualquier otro punto de Francia. En cualquier otro punto de Europa. Nadie parece engañarse. Pero está bien que ese mal bicho haya sido borrado. A decir verdad, aquí nadie parece cultivar empatía alguna con un tipo semejante.

Abdelhamid Abaaoud era muy joven. Veintiocho años, dicen las fichas policiales. Pero se puede ser un monstruo a los veintiocho. Y mucho antes. Un monstruo a quien su propia gente ha desechado. Abdelhamid Abaaoud había sido repudiado por su propia familia. Un día se largó a Irak para combatir con el EI. Hasta ahí, una tragedia más, una de tantas entre los jóvenes musulmanes belgas. Sólo que el joven Abdelhamid se llevó a hacer la guerra con él a su hermano pequeño. Con trece años, el chaval fue proclamado por el EI como el más joven de sus guerrilleros.

El padre, Omar Abaaoud es un marroquí instalado en Bélgica desde hace más de cuarenta años. Pequeño comerciante, perfectamente integrado en la ciudad de Molenbeek. Antes de este horrible desenlace final, había hecho público su repudio de un hijo que había empañado el honor de la familia. "Pero, en nombre de Dios, ¿por qué va a querer matar a belgas inocentes? Nuestra familia se lo debe todo a este país".

La tragedia de Omar Abaaoud es la de tantas familias musulmanas en Bélgica, en Francia, en toda Europa. La tragedia de ver cómo el terrible esfuerzo de construir una vida nueva en mundo próspero es tirado por la borda por una generación que añora la variedad más bárbara de aquello de lo cual sus mayores huyeron. Esa generación de los jóvenes yihadistas que sólo anhelan ser siervos de Alá y matar, en honor suyo, el mayor número posible de infieles.

Furgón de cadáveres

Abdelhamid transitó de la pequeña delincuencia y el narcotráfico al culto de la muerte que, en su forma más prístina, le prometía el EI. Viajó a Siria, para combatir, en 2013. Las redes lo hicieron famoso por el vídeo en el que, entre burlas, cargaba cadáveres de enemigos ejecutados en su furgoneta. Regresó a Bélgica. Organizó el cuádruple asesinato de 2014 en el Museo Judío de Bruselas. Organizó en 2015 los atentados de Verviers. Su pista se pierde después en Siria. Hasta la semana pasada, cuando programa lo que el definía como «un atentado fácil con muchos muertos».

En Saint-Denis, donde fue finalmente abatido, tras siete horas de enfrentamiento armado, la población musulmana guarda un silencio denso. Puede que el EI haya cometido su mayor error táctico con el atentado del viernes. En un concierto de rock hay tantos jóvenes musulmanes como de cualquier otra religión. Aunque, por supuesto, para un puro yihadista como Abaaoud, esos jóvenes no son verdaderos musulmanes; sólo corruptos degenerados que toman copas y escuchan música aberrante.

Cuando el asesinato de los dibujantes de Charlie Hebdo, muchos de los musulmanes piadosos, pero no yihadistas, no ocultaban su justificación del crimen. El Profeta, decían, había sido ofendido. Y Alá. Kulibali y los hermanos Kouachi habían cometido, desde luego, una salvajada. Pero los de Charlie no eran, para esos musulmanes piadosos, gente inocente. Después de aquella matanza de enero, los problemas en los colegios y en los barrios musulmanes se sucedieron. Nada de eso parece que vaya a pasar ahora. Más bien, un desconcierto absoluto planea sobre los barrios musulmanes de París.

Y esta vez sí, las autoridades islámicas han reaccionado con una energía que nunca habían exhibido contra sus hijos. «Nosotros, los musulmanes de Francia», proclamaba anteayer Dalil Boulbaker, rector de la Gran Mezquita de París, «sólo podemos insistir en la cohesión nacional para rechazar juntos está desdicha que nos ataca indistintamente». Esta desdicha que han puesto en marcha "gentes que se llaman musulmanes, pero que más bien deberíamos llamar bárbaros, es lo más justo".

La comunidad musulmana lleva demasiado tiempo viviendo en Francia –y en tantos otros rincones de Europa– como una nación aparte, como una nación incrustada dentro de otra. Hay en esa comunidad, laicos, creyentes en diverso grado de religiosidad y de ortodoxia… y yihadistas. El EI vive en el camuflaje de esa letal amalgama. Si la comunidad misma da el paso de excluirlos eficazmente, sus días estarán contados.

…Non mergitur. También los musulmanes de París, los habitantes de esos barrios que son un mundo aparte, Barbès, Saint-Denis, la Goutte d’Or…, deben hacer su apuesta. Por amarga en lo biográfico que sea. Para no zozobrar en la catástrofe a la cual sus hijos más extremos han querido abocarlos. Ahora es quizá el momento. En la sacudida emotiva que sigue a la fría noticia: Abdelhamid Abaaoud ha muerto. Y es preciso aguantar las olas. Y quedar a flote.

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