Personas junto al restaurante Le Petit Cambodge de París, uno de los lugares atacados
Personas junto al restaurante Le Petit Cambodge de París, uno de los lugares atacados - EFE
FRANCIA Y EL ISLAM

Una historia de choques y alianzas, de colonización y fascinación mutua

En el siglo XIX Francia fue el polo de atracción de las clase árabes educadas, que querían formarse para no sucumbir ante Europa

Madrid Actualizado: Guardar
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Los primeros contactos de Francia con sarracenos datan de 719, cuando llegan los moros desde Hispania a la Narbonense, y finalizan con la toma de Narbona (751) por Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel, el vencedor de Poitiers. En ese lapso, las incursiones, concebidas como operaciones de pillaje más que como conquistas estables, alcanzan el valle del Ródano y llegan a Borgoña, Alsacia y Lorena, incluido el saqueo de Autun (725), según refiere la crónica de la abadía de Moissac. En tales correrías perecen varios emires (As-Samh, Toulouse, 721; Abd ar-Rahman al-Gafiqi, Poitiers, 732) en tanto sus huestes son aniquiladas. Tras la caída de Narbona no vuelven a cruzar los Pirineos, aunque sí hay un estrambote final de casi cien años (885-973) en la provenzal Fraxinet, donde piratas venidos de Al Andalus y apoyados por la escuadra de los Omeyas cordobeses establecen una base desde la que operan contra el interior.

El papel de Francia fue crucial en la génesis y desarrollo de las Cruzadas, junto con las perspectivas comerciales de las nacientes ciudades-estado italianas. Cuando Urbano II (Concilio de Clermont, 1095) lanza la idea de recuperar de los Selyuqíes los Santos Lugares para salvaguardarlos y proteger a los peregrinos, abre la espita que hará brotar el raudal de la fe, amalgamado con el poder político y la búsqueda de preponderancia en la misma Europa por parte de los príncipes cristianos. Desde Pedro de Amiens, el Ermitaño, cuya turba de muchedumbres populares tan mal empezaría (atacando y saqueando a las comunidades judías del Rin) como acabaría (exterminados por los turcos en Anatolia), hasta los principales normandos, provenzales, loreneses, borgoñones que, siempre en primera fila, dirigieron las operaciones y los repartos de reinos y ducados en Siria-Palestina. Nombres fundamentales en la historia de las Cruzadas que aquí no podemos ni resumir: Roberto de Normandía, Godofredo de Bouillon, Balduino y Roberto de Flandes, Raimundo de Toulouse… en la Primera Cruzada. Pero es que caballeros franceses fundan la Orden del Temple (1120) y, de nuevo, las prédicas de Bernardo de Claraval promueven la Segunda. Reyes como Luis VII y Felipe II Augusto participan en las sucesivas hasta llegar a Luis IX, que emprende dos Cruzadas por su cuenta: una contra Egipto (1248-1254), desastrosa; y otra contra Túnez (1270), aún peor porque en ella falleció víctima de la peste.

Pero el interés de Francia por el Mediterráneo sur y oriental no termina con las Cruzadas. En el siglo XVI, Francisco I se alía con los otomanos para combatir al emperador Carlos, y a principios del XVII Francia envía agentes a Valencia para contactar con los moriscos y urdir una rebelión contra la Corona de España. Agentes que fueron habidos y adecuadamente sancionados.

Viajes por Egipto

Un interés que aparece también en otras facetas más amables, tales los viajes por Egipto de Pierre Belon du Mans (1547), Jean Chesneau (1549), André Thevet (1552) o Jean Palerne Forésien (1581), todos los cuales dejaron testimonio escrito -y pronto publicado, lo que prueba el interés suscitado- que aún hoy hace nuestras delicias. Y en este mismo ámbito cultural es preciso destacar que el descubrimiento de «Las mil y una noches», a comienzos del XVIII, se debió al cónsul francés J. Galland, pues la obra se encontraba dispersa -y nada valorada, como en la actualidad, por las élites cultas árabes- por los zocos de Alepo, Damasco y El Cairo.

Durante toda la centuria del XIX Francia fue el polo de atracción de las clases educadas árabes, que comprendían la necesidad de modernizarse para no acabar sucumbiendo del todo ante Europa. Fruto de tal visión fueron las misiones de estudiosos, becarios, técnicos que, de otra manera, devolvieron el viaje de Bonaparte o Champollion a Egipto, de suerte que hasta en un país políticamente sometido a Inglaterra como Egipto (Protectorado de 1882 a 1922) el predominio cultural europeo se manifestaba, hasta los años sesenta del siglo pasado, a través de Francia, constituyendo el francés la lingua franca de los jawagát extranjeros en el país, las comunidades de griegos, armenios, italianos, franceses y europeos varios.

La simple enumeración de fechas puede no ser bien descriptiva del enorme esfuerzo de penetración colonial, o semicolonial, pero es imprescindible: conquista de Argel (1830); 1881, protectorado en Túnez, con intento de asimilación, incluso religiosa, frustrado sin paliativos; 1912, protectorado en Marruecos; 1916, tratado Sykes-Picot para repartirse el Oriente Próximo cuando finalizara la guerra: Siria y Líbano para Francia; Irak, Palestina y Transjordania para Inglaterra. Hitos políticos que significaron una sólida presencia real de Francia en todo el sur del Mediterráneo y en la franja libanesa. Desde la lengua a la introducción de colonos. Un movimiento de ida y vuelta, cuando al término de la guerra de independencia argelina (1954-1962) no sólo recalaron en la metrópoli los colonos fugitivos sino los harkis, argelinos que habían colaborado militarmente con los franceses. Y con apertura a la emigración masiva de magrebíes, dotados estos de indudables derechos morales sobre Francia al haber sido utilizados en gran número en los dos conflictos mundiales, si bien el mismo 8 de mayo de 1945, cuando se festejaba en París el triunfo en la contienda, en Tizi-Ouzou, Setif, Bory Bu ‘Arreriy, Constantina, el Ejército francés abría fuego de artillería y ametralladoras sobre la multitud que reclamaba la independencia, con el argumento de ser los revoltosos agentes nazis. Las víctimas pasaron de veinte mil.

Ante los sucesos de estos días cumple una pregunta: ¿por qué tanto odio? Los fracasos personales (desarraigo, paro, subcultura de consumo marginal) se asocian a la conciencia de pertenecer a una comunidad humana históricamente fracasada y ajena a la mayoritaria, a la que se culpa de su irrelevancia y atraso y en vez de elegir el camino de la integración (que no significa asimilación) que conduciría a superarse y progresar individualmente, escogen el de la confrontación y el choque. El rechazo hacia todo lo español que vivían - y manifestaban sin titubeos - los moriscos del XVI provenía de saberse miembros y partícipes de un universo derrotado sobre el terreno, pero dominante en otros lugares, y al que consideraban superior y, en todo caso, suyo. De modo paralelo, en la actualidad los musulmanes de Francia y Europa son conscientes del retraso del mundo islámico, no sólo respecto a «Occidente», sino ante Corea del Sur o Taiwán y para salvar el abismo adoptan la tecnología «occidental», pero insisten en rechazar la cultura que la acompaña, los valores que han sido esqueleto, fundamento y sostén de nuestra supremacía: esfuerzo, humanismo, libertad, apertura, tolerancia, conquistados después de largos procesos sociales y políticos, con frecuencia sangrientos.

Datos demoledores

Los datos sobre desarrollo social de los países islámicos que recoge Bernard Lewis (La crisis del islam) son demoledores, en todos los campos, materiales y cívicos. Un solo ejemplo: el mundo árabe (datos de 2002, elaborados por un grupo de intelectuales árabes bajo auspicio de la ONU) tradujo 330 libros extranjeros en ese año, la quinta parte que Grecia. Y el total acumulado de libros traducidos al árabe desde la época del califa al-Ma’mun (siglo IX) es de unos cien mil, aproximadamente los que traduce España en dos años. Ante realidades así, ¿qué sentido tiene que periodistas sin mucha imaginación sigan preguntándose, entre la inhibición y el masoquismo: «¿Qué hemos hecho mal?».

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