Pedro Rodríguez

Entre el Nobel de la Paz y un Oscar

En la apertura diplomática de Corea del Norte, la paz no es más que una trama secundaria

PEDRO RODRIGUEZ

No hay historia sin preguntas. Y la pregunta del millón de dólares sobre la apertura diplomática que protagoniza Corea del Norte es también la más difícil de responder: ¿Por qué? Exactamente qué ha pasado para que el régimen liderado por Kim Jong-un se haya embarcado en este esfuerzo negociador. Con un repentino y desconcertante cambio de papeles que supone pasar de ejercer como dinástico déspota estalinista a actuar como un amoroso osito de peluche, con un corte de pelo raro pero relleno de buenas intenciones.

La realidad es que Kim Jong-un no ha dejado por un minuto de ser uno de los más atroces violadores de derechos humanos a escala mundial. Con el detallito de haber ordenado el asesinato de su tío y su hermano, dentro de la purga permanente que ha supuesto su llegada al poder como la tercera generación que controla de forma orwelliana Pyongyang desde hace siete décadas.

Entre las razones para explicar lo que está pasando en la península coreana figuran desde el impacto de las sanciones económicas hasta el temor ante una ofensiva militar del Pentágono. Aunque la más decisiva apunta a que la reconversión a «peacemaker» de Kim Jong-un coincide con el logro de modernizar y expandir el arsenal nuclear norcoreano, junto al desarrollo de misiles balísticos cada vez más sofisticados.

Con este alarde de proliferación, sostenido durante décadas a costa de la miseria y privación de su pueblo, el régimen de Pyongyang satisface su principal objetivo que no es otro que garantizar su supervivencia. La paz en el conflicto que mantienen las dos Coreas desde 1950 es más bien una trama secundaria. No importa que se trate una las guerras más sangrientas y olvidadas del siglo XX, en la que perdieron la vida dos millones de coreanos, más de 33.000 norteamericanos y al menos 600.000 chinos.

Entre sus siniestras habilidades, Corea del Norte es una superpotencia en términos de propaganda, coreografías y piruetas. Por todo ello, se merecen más un Oscar que un Nobel de la Paz.

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