De los atentados de París al ataque de Normandía: un año negro para Europa

Francia, Bélgica, Alemania y Turquía han sido escenario de las masacres que Daesh ha cometido en suelo europeo

MADRID Actualizado: Guardar
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La mañana del 14 de noviembre de 2015, París amanecía de luto. La noche antes había sido escenario de una matanza que acabó con 137 vidas (incluidas las de siete de los ocho autores del atentado) y en la que más de 400 personas resultaron heridas. Las inmediaciones del Estadio de Francia, la sala de conciertos Bataclán y las terrazas del céntrico Distrito X fueron el objetivo del grupo yihadista Daesh. El estadio estaba atiborrado de hinchas que asistieron a ver el partido entre las selecciones de fútbol gala y la alemana; en la sala de conciertos, 220 personas bailaban al ritmo de la banda de rock estadounidense «The Eagles of Death Metal»; en los bares de las calles Bichat y Charonne, cientos de jóvenes se acumulaban ávidos de disfrutar de la noche parisina.

El ataque había sido planeado hasta el último detalle. El 15 de noviembre decenas de personas relacionadas con el mayor el atentado que ha sufrido Francia a lo largo de su historia eran detenidas. Ese mismo día Daesh se autoproclamaba autor de la masacre.

El atentado, perpetrado en una ciudad emblemática que diez meses antes también había sido testigo del ataque al semanario satírico «Charlie Hebdó», conmocionó a la población francesa. A la europea en general. Según explica el director del Instituto Español de Estudios Estratégicos, Miguel Ángel Ballesteros, en su obra «Yihadismo», «los atentados buscan una dramatización exacerbada. Pretenden impactar al mayor número posible de ciudadanos. Para ello, es preferible el uso del coche boma que el asesinato selectivo; en este último el ciudadano común puede no sentirse implicado. Lo ideal es ver la acción en directo. Los atentados sucesivos son mucho más impactantes que los simultáneos, porque crean mayor desconcierto e incertidumbre». Así funciona la estrategia de comunicación de Daesh, su engranaje publicitario. Una descripción que se ajusta a los atentados de París.

Más allá de Francia

Sin embargo, la pesadilla no había hecho más que empezar. En medio de redadas, manifestaciones contra el miedo y querellas de las víctimas contra el Estado francés por «graves disfunciones» de seguridad, una Europa blindada vio cómo el yihadismo volvía a golpear su territorio. Esta vez, Daesh eligió Bruselas, centro neurálgico de la Unión Europea. El 22 de marzo de 2016, cuatro días después de que la Policía detuviera al último terrorista de los atentados de París, Salah Adeslam, dos explosiones en el aeropuerto de Zaventern y otra en el metro de Maalbeek dejaron 35 muertos (incluidos tres de los cuatro terroristas que participaron en el ataque) y 340 heridos. Mohamed Abrini fue el único yihadista que logró sobrevivir.

El 13 de junio, Larossi Abballa, un joven de 25 años y de nacionalidad francesa, acuchilló a una pareja de policías en Magnanville, al oeste de una aún maltrecha París, al grito de «¡Allahu Akbar!», («Alá es grande»). Estaba fichado por la policía desde 2011 por su relación con el terrorismo islámico y en 2013 entró en la cárcel: era el director de una red de reclutamiento de yihadistas que operaba en Francia, Pakistán y Afganistán. Tres semanas antes de cometer el doble asesinato, había jurado lealtad a Daesh. Su acto respondía al llamamiento del grupo terrorista de «matar a los infieles en sus casas con sus familias». La seguridad del país y la actuación de los servicios de inteligencia volvieron a quedar en entredicho.

Para su siguiente atentado en suelo europeo, Daesh eligió el aeropuerto de Atatürk, en Estambul (Turquía). Un tiroteo en el aparcamiento y dos explosiones en el interior mataron a 44 personas e hirieron a otras 239 el pasado 28 de junio. El país se encontraba en alerta por amenaza terrorista: había sido golpeado por varios atentados, bien firma de Daesh, bien firma de los rebeldes kurdos.

Niza, un ataque letal

Pasaron 16 días y Europa volvió a acongojarse. Francia, en el punto de mira de los yihadistas, sufrió de nuevo lo envites del fundamentalismo islámico más radical. Se celebraba la Fiesta Nacional: el Día de la Bastilla. La multitud se agolpaba en el paseo marítimo de Niza, en la idílica Costa Azul, para ver los fuegos artificiales. Un camión de 19 toneladas irrumpió y arrasó a cientos de personas: 84 murieron (cifra a la que se sumó un herido que feneció meses más tarde), 303 resultaron heridas. Su conductor era Mohamed Lahoualej, un francotunecino de 31 años. La Policía lo abatió para detener la masacre. Al principio se pensó que era un «lobo solitario». Más tarde, Daesh afrimó que se trataba de uno de sus soldados. La Policía nunca encontró pruebas que demostrase la versión del grupo yihadista.

Lahoualej había elegido un enorme vehículo como arma mortal y el atropello como táctica. Se trata de una metodología cada vez más utilizada por los terroristas, sobre todo que estrellan coches y camiones contra edificios y aglomeraciones de personas. Un fenómeno que el columnista canadiense Andrew Coyne define como una forma de «microterrorismo» y que, según los investigadores criminales del FBI, «ofrece a los terroristas sin acceso a explosivos o armas la oportunidad de atacar sin tener experiencia o entrenamiento previo». Una forma de cometer atentados sencilla y barata que se hace cada vez más popular gracias a la propaganda que difunden los grupos terroristas. En algunos de sus vídeos, Daesh anima a sus seguidores a utilizar todo lo que tengan a mano para matar a civiles en Occidente. Cualquier acción, por pequeña que sea, vale. Y el atropello no es una excepción.

El peligro de los «lobos solitarios»

El 18 de julio; Riaz A., un adolescente refugiado afgano de 17 años, se subió a un tren que iba desde la localidad de Treuchtlingen hasta la de Würzburg, ambas en el sur de Alemania. Con un cuchillo y un hacha atemorizó a los pasajeros e hirió a cuatro de ellos. Cumplía las órdenes de Daesh. Minutos antes de montarse en el tren escribió a un miembro del grupo terrorista: «Reza para que me convierta en un mártir. Ahora estoy esperando el tren». «Estado Islámico asumirá la responsabilidad», respondía su interlocutor tras el ataque. Seis días después, Mohamed Dalil, un joven sirio al que Alemania le negó la solicitud de asilo, se hizo explotar frente al festival de música de la sureña ciudad germana de Ansbach. Hirió a 15 personas y Daesh lo reconoció como uno de sus militantes.

El pasado 26 de julio, Malik Petitjean y Adel Kermiche, dos terroristas del autodenominado Estado Islámico, entraron en la parroquia normanda de San Estaban de Saint-Étienne-du-Rouvray. Irrumpieron en plena misa. Delante de dos feligreses y dos monjas, degollaron al padre Hamel, un sacerdote de 86 años aún en activo.

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