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«Nieve ardiente»: la agónica muerte de miles de nazis cercados en el infierno helado de Stalingrado

ABC Historia te recomienda una película soviética de los años 70 que narra la actuación de una parte del Ejército Rojo en la «Tormenta de invierno», el último intento de Hitler por llevar refuerzos hasta la ciudad para evitar que fuese retomada por los rusos

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Noviembre de 1942. Ese fue el fatídico mes en el que el sueño ruso de Adolf Hitler dio sus últimos coletazos hasta casi evaporarse por completo. Aquella fecha supuso la culminación de un crudo invierno en el que la obcecación del «Führer» por la conquista de Stalingrado provocó una sangría contante de muertes. Miles de alemanes cayeron ante la fuerza del general invierno y la determinación soviética. Todo ello, para tomar la ciudad que llevaba el mismo nombre que el «Camarada jefe».

Quizá fue por eso (o simplemente porque ya empezaban los mismos delirios de grandeza de Hitler que se harían más patentes todavía en el búnker de Berlín) por lo que el líder germano se negó a que sus tropas se retiraran de la urbe aquellas navidades a pesar de verse muy superados en número por el Ejército Rojo.

Fuera como fuese, aquella decisión le valió a los soldados alemanes que habían conquistado Staligrado una agonía lenta y gélida. Y es que, en la llamada «Operación Urano», los soviéticos rodearon la ciudad y se dispusieron a esperar que sus enemigos -ahora totalmente aislados- murieran de hambre y frío. La única esperanza que hacía que los nazis siguieran rechazando las oleadas de enemigos día tras día radicaba en las fuerzas mecanizadas de Erich Von Manstein.

Este veterano mariscal recibió órdenes de romper el cerco ruso y enlazar con sus compañeros atrapados. Crear, en definitiva, un corredor a través de ese anillo de fuerzas stalinistas por el que pudieran llegar refuerzos hasta los hombres del VI Ejército al mando de Paulus (los militares a los que se les había encomendado la defensa de la urbe). Hitler no barajaba la retirada de la ciudad, en todo caso.

Esta misión de salvamento fue llamada «Tormenta de invierno», y el cine le ha dedicado pocos minutos a lo largo de la historia. Sin embargo, una de las pocas películas que trata este trágico momento de la batalla de Stalingrado es «Nieve Ardiente».

El largometraje es ruso, fue creado en los 70 y narra como, durante la ofensiva de Manstein, un contingente del Ejército Rojo al mando del teniente general Bessonov se vio obligado a defender el «anillo exterior» establecido por los soviéticos de decenas de carros de combate germanos para evitar que lleguen hasta Paulus. La cinta, más concretamente, se centra en la épica defensa del río Mishkova de un grupo de cañones anticarro. El último muro, según da a entender el film, entre los nazis y la ciudad del «Camarada Jefe».

El largometraje, sumamente interesante a pesar de la antigüedad, es -con todo- una exaltación de los militares rusos. Y es que, no en vano fue rodado en plena Guerra Fría. A su vez, se olvida de la otra «parte» de la contienda: la visión de unos sitiados que morían a centenares por el frío en la urbe. No obstante, supone un buen documento gráfico para los amantes de la contienda, pues es casi único en su género y -además- permite discernir la mentalidad que inculcaron los soviéticos a sus hombres durante la Segunda Guerra Mundial (la idea de que morir por la Madre Rusia era un privilegio y que nadie podía retirarse ante el enemigo).

Una misión absurda

La odisea germana dio sus primeros pasos allá por el 19 de noviembre de 1942. Por entonces el VI Ejército de Paulus andaba ya defendiéndose en una parte de Stalingrado de las continuas oleadas de soldados soviéticos. Todos ellos, ansiosos verdaderamente de expulsarles de sus tierras. Ese día fue en el que comenzó la «Operación Urano»: una misión mediante la que el Ejército Rojo rodeó la ciudad para «embolsar» a sus defensores y lograr que, finalmente, se rindiesen.

Tal y como explica el periodista e historiador Jesús Hernández en su obra «Breve historia de la Segunda Guerra Mundial», los hombres de Stalin lograron completar su objetivo en pocas jornadas tras atacar puntos estratégicos de las defensas nazis (concretamente, en los que resistían combatientes rumanos al servicio de Hitler).

«El 23 de noviembre, los rusos procedentes tanto del norte como del sur arrollaron por completo a los rumanos y convergieron sobre un puente que atravesaba el río Don en Kalash, que era la línea de comunicación y abastecimiento del ejército de Paulus. […] En el interior habían quedado aislados 300.000 hombres», explica el autor del blog « ¡Es la guerra!».

¿Por qué no se retiraron los nazis? En palabras del experto, por dos causas. La primera, que no se podían permitir perder una ciudad de tanta importancia moral para el Tercer Reich. La segunda, que Hitler se había dejado convencer por Hermann Goering (al mando de la Luftwaffe) de que era posible reabastecer a las tropas cercadas a través del aire.

«El pomposo mariscal Goering no dudó en comprometerse ante Hitler a que su “ Luftwaffe” abastecería al VI Ejército estableciendo un puente aéreo», añade el experto español. Goering propuso su plan al «Führer» afirmando que sus fueras aéreas podrían mantener con vida a aquellos hombres hasta que se enviara una fuerza de auxilio que rompiera el cerco y liberara a Paulus.

La promesa era totalmente falsa, pues de las 700 toneladas diarias de alimentos y material que prometió hacer llegar a los defensores, apenas logró enviar 100. Con todo, Hitler no dudó y ordenó a Erich Von Manstein ponerse al frente de un contingente mecanizado de ruptura. Una fuerza que se las vería con los rusos, que se habían atrincherado en las afueras de Stalingrado para evitar que nadie reforzara a los supervivientes que resistían en el interior.

Muerte gélida

Mientras los hombres Von Manstein se dirigía hacia Stalingrado, los defensores de la ciudad sufrían todo tipo de penurias. La mayoría de ellas son analizadas pormenorizadamente por el popular historiador Antony Beevor en su obra «Stalingrado».

Así pues, el experto explica que una de las principales causas de las penurias era la congelación debido a las bajas temperaturas (de hasta 25 grados bajo cero) que se sufrían en la urbe. La mayoría de los supervivientes coincidieron posteriormente en que, tras dejar este mundo, los cadáveres no tardaban en congelarse. Y otro tanto sucedía con la sangre que salía de las heridas.

«Jamás podré olvidar el ruido que hacían las balas al chocar contra los cuerpos congelados», explicaba un soldado de una unidad de Guardias soviético. Aquello era, sin duda, un infierno helado.

«Los tablones, mesas, e incluso las literas cuando los hombres morían, eran troceados para hacer leña. El único sucedáneo del calor real era la atmósfera viciada», explica Beevor. El ambiente más que gélido. El único calor que se podía disfrutar era el humano. El que salía de los cientos de cuerpos que se agolpaban en el interior de los refugios, y no era precisamente algo higiénico, sino más bien asqueroso (pues iba acompañado con un terrible hedor motivado por la escasez de combustible para derretir nieve con la que lavarse).

El frío, con todo, agudizó el ingenio de los alemanes que resistían en el interior de Stalingrado. «Con frecuencia dormían dos en una litera tapándose las cabezas con una manta en un intento lamentable de compartir el calor corporal», completa Beevor. Tampoco era raro que algunos de sus miembros se congelasen y fueran devorados por ratones. Así lo corroboró un soldado que, cuando se despertó, vislumbró con pavor cómo unos roedores se habían merendado dos de los dedos de su pues (los cuales estaban totalmente helados).

La muerte, en definitiva, esperaba tras cada esquina a aquellos que no podían resguardarse del frío y la nieve. Y no era raro que, los que tenían la suerte de poder calentarse brevemente, tiritaran constantemente. De hecho, los heridos que eran dejados en el exterior de los aeródromos (donde esperaban ser evacuados) solían morir como un témpano de hielo.

Triste hambre

Por si fuera poco, el hambre también golpeaba severamente la moral y la integridad física de los combatientes. En principio la carne (que escaseaba) solo podía cortarse con un serrucho por la congelación. Pero eso solo fue durante los mejores momentos (en los que había vacuno o cerdo que llevarse a la boca). Con el paso de las jornadas, los defensores empezaron a nutrirse de jamelgos para llenarse la barriga.

Después se empezó a vivir de las pocas cajas que traían los aviones que lograban romper el cerco (algo nada sencillo debido a la presencia de cazas enemigos y baterías antiaéreas). El problema fue que en envío de vituallas fue más que pobremente organizado y no era raro que, al abrir un cajón de madera, lo que hubiera dentro fueran preservativos, caramelos o harina (cuando no disponían de hornos en los que cocinar pan). Un verdadero desastre.

La falta de alimentos, unida a las gélidas tempraturas, provocó todo tipo de problemas físicos y psicológicos. «Con frecuencia, estaban con la mente en libros habían circulado hasta que se desintegraban o se perdían en el barro y la nieve, pero ahora poquísimos conservaban energía para leer», señala Beevor en su obra.

A su vez, en los aeródromos se empezaron a abandonar los juegos como el ajedrez (los cuales requerían demasiada concentración). Y ese solo fue el principio, ya que esta combinación provocó también severas alucinaciones en determinados combatientes. «En muchos casos, no obstante, la falta de alimento no llevó a la apatía sino a ilusiones enloquecidas, como las de los antiguos místicos que escuchaban voces a causa de la desnutrición», añade el autor en su obra.

La situación era tan precaria que muchos soldados alemanes preferían suicidarse a permanecer un día más allí. Los más avispados, por el contrario, se herían levemente para así solicitar ser llevados a retaguardia en avión. En principio la idea no fue mala. Sin embargo, con el paso de las jornadas el número de combatientes que recurrió a este truco fue tan elevado que la policía militar germana tuvo que usar en más de una ocasión las armas para poner orden entre los presuntos heridos.

La defensa soviética

Mientras los defensores se congelaban en las ruinas desvencijadas de Stalingrado, Von Manstein avanzaba en contra del reloj en su auxilio.

«El plan de Manstein para rescatar al VI Ejército -la Operación Tormenta de Invierno- fue desarrollado con una consulta punto por punto con el cuartel general del “Führer”. Su objetivo era penetrar hasta el VI Ejército y establecer un corredor para proporcionarle suministros y refuerzos», determina Beevor. A pesar de los consejos que se le ofrecieron, el líder nazi se negó en todo momento a que ese pasillo fuera utilizado para escapar. No concebía una huida de una ciudad que consideraba la piedra angular de la moral soviética.

Tras el planteamiento de la operación, llegaron a los puntos de partida los carros de combate que protagonizarían la ofensiva. Entre ellos destacaban los temibles tanques «Tiger». Nuevo en aquel momento, pero sumamente efectivo y temible al contar con un potente cañón de 88 mm. Posteriormente, aquellos tanquistas que lograron sobrevivir a la guerra dijeron en multitud de ocasiones que este había sido uno de los mejores vehículos acorazados en los que habían combatido.

«En la noche del 10 de diciembre, los comandantes recibieron la “Orden para el ataque de liberación de Stalingrado”», añade el experto. La ofensiva comenzó tan rápido que causó sorpresa entre los generales soviéticos. De hecho, los hombres de Manstein lograron varias victorias en su avance. Sin embargo, su número de vehículos era tan limitado (al igual que pasaba con el combustible) que solo era cuestión de tiempo que cayeran ante el imponente Ejército Rojo.

Película ¿Realidad o ficción?

«Nieve ardiente» ubica su acción a orillas del río Mishkova (apenas a 70 kilómetros de la zona defendida por el VI Ejército de Paulus). Según narra esta película (que, a pesar de todo, es aconsejable ver) los soviéticos tuvieron que defenderse a sangre y fuego contra el gigantesco contingente alemán de Manstein, ávido de romper el cerco y llegar hasta Stalingrado.

El largometraje nos muestra las penurias de una unidad de cañones anticarro que, a pesar de verse superada por el enemigo, trata de mantenerse estoica sabedora de que su actuación es lo único que puede detener la «Tormenta de invierno». Como film rodado en la Guerra Fría, podemos imaginarnos el resultado: diálogos patrióticos, muertes por la Madre Rusia y una buena dosis de orgullo patrio.

Pero... ¿Hasta qué punto fue real esta defensa? Lo cierto es que los hechos han sido exagerados por el guionista. Y es que, aunque es cierto que hasta el río Mishkova llegaron las divisiones de Herman Hoth (a quien se encargó la liberación), retazos de la 17 división blindada y varios «Tiger», su número era mucho menor al que se nos muestra en el largometraje. A su vez, y como explica Beevor en su obra, esta zona no fue finalmente relevante en la ofensiva.

Entre los errores de la película, destaca que Paulus tenía muy difícil enlazar con los hombres del Mishkova, pues los escasos carros de combate que le quedaban apenas contaban con combustible para avanzar 20 kilómetros a finales de diciembre, cuando debía recorrer un total de 65 para salvarse.

Además, la realidad es que, cuando los panzer llegaron a orillas del Mishkova, se toparon con carros de combate soviéticos, con los que trabaron un duro combate. Y no solo con una unidad de cañones anticarro, como se explica en la obra. Por otro lado, la ofensiva no se desarrolló en los términos que relata el film, pues no fueron los rusos los únicos que se vieron sometidos a un intenso fuego de los nazis. «Las divisiones blindadas en el Mishkova estaban también sometidas a un enérgico bombardeo, en el que la 6 División blindada perdió 1.100 hombres en un solo día», añade Beevor.

Lo que sí es cierto es que los alemanes, tal y como se muestra en el film, trataron de llevar a cabo varios ataques sobre las unidades situadas en el Mishkova con el objetivo de tomar posiciones, algo que llegaron a hacer (aunque posteriormente las perdieron). Al final, todo acabó en retirada y en la perdición del VI Ejército.

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