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ArrebolUn buen sitio en el que caer

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De todos los cacharros de cocina que la humanidad usó, pocos tienen más leyenda que la marmita. Olla grande y colgante sobre la hoguera, compañía de héroes, brujos y relatos de todas las épocas. Hasta Obélix, el glotón galo, debe su proverbial apetito y su fuerza descomunal a una caída cuando niño en una llena de pócima prodigiosa. Con ese nombre abrió en Cádiz a finales de 2015 una taberna gastronómica. Quizás, de los lugares más interesantes para descubrir ahora en la ciudad. Carta corta y decoración escueta, dos alturas y dimensiones escasas. Toda su fuerza secreta, como el nombre indica, está en los fogones.

Es un sitio fiel a su tiempo. Ahora que la tradición es moda y la materia manda, ahora que la creatividad se calma, llega esta propuesta de Enrique Hidalgo, joven cocinero con experiencia

. Recupera un local que tuvo tres nombres en los últimos años. La buena experiencia que ofrece en esta nueva etapa se difunde con rapidez. Ya son frecuentes los llenos en vísperas y fines de semana. Parte del éxito debe de llegar de la combinación atinada de calidad y presentación, mimo y moderada.

La encarnación del acierto puede ser el cucurucho de guacamole y atún rojo. Es el tartar omnipresente en cada barra pero seleccionado con primor y tratado con tiento. Presentado con gracia. La masa crujiente le pone disfraz de helado. El guacamole, fino, sólo ocupa la parte inferior del cono. El resto, carne roja del rey azul en tacos pequeños. Un juego de aperitivo que resume la oferta del local sin pretenderlo. Poco, bueno, producto, atractivo y precio.

La oferta es limitada y agradable. En vinos, curiosa pero demasiado corta. La carta es una hoja, sólo por una cara, de esas en tabla con pinza metálica superior. Una veintena de platos en formato de tapa grande o media ración. Oscilan casi todos entre 4 y 8 euros. Agrupa lo mejor de la provincia. Los mejores distribuidores. La carne del vejeriego Paco Melero sirva como ejemplo.

Así aparecen el burger de retinto, el flamenquín, la pluma o un entrecot notable servido con verduritas, tan bien tratada la proteína como la escolta. La carrillada ibérica confitada en manteca colorá y espárragos logra el prodigio de tener el sabor rojo e inconfundible sin resultar grasa o pesada. Divertidos y muy agradables arroces (con erizos y algas) y la pasta fresca. Siempre un toque diferente, exótico, sólo en las guarniciones. El bacalao confitado me pareció una delicia infrecuente. Deconstrucción del guiso en amarillo presentado de forma nueva pero –al grano– con el sabor a memoria concentrado. Si es tataki, choco, pulpo… También superan la prueba con placer.

Los postres son cambiantes, siempre fuera de carta, y caseros. También con frutas de la provincia y travesuras: galleta artesana pulverizada, texturas que respetan sabores logrados a cheese cake, natillas, torrijas…

Quizás algunos fritos, como una bomba de carne que ya no vi en la segunda visita, podrían ser presentados algo más ligeros, sabrosos y crujientes. Si ha retirado la bombita, demostrarían tener capacidad de autocrítica y sentido común. Estaba por debajo del resto.

La atención aún debe rodarse. Algunas cosas tardan. Parecen necesitar más agilidad. Acaban de empezar. El salón subterráneo, muy reservado, es sobrio y aislante. La parte superior (barra y pocas mesas) logra ser mínimamente acogedora. Que en la única pantalla del local (ahora que son tantas en cada uno) sólo aparezca Spotify con moderado volumen, se agradece.

Salvando las distancias –con la necesidad de lograr la difícil supervivencia, la regularidad y la constancia– parece tener virtudes suficientes en la cocina y en las prioridades para acabar en un clásico básico. Como uno de esos lugares siempre atestados por recomendación mutua de los parroquianos, como Sur (en Fernández Ballesteros) o La Candela (Feduchy). Ojalá aguante.

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