La excepción Madueño

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La historia es conocida en el micromundo de la hostelería gaditana. El pasado verano, la propiedad de la finca en la que se encuentra El Rincón de Madueño, en la plaza Fragela (alias del Falla), anunciaba a sus arrendatarios que no renovaría el alquiler. Que con Dios.

A partir de ahí, se desató una reacción frecuente y noble, algo más constante de lo habitual. De parroquianos, melancólicos y algún novelero. Recogida de firmas y esa difusa difusión por internet con el único fin de salvar el viejo colmado. No podía morirse a sus saludables cuarentaypocos. No podía dejar de repartir ratos, charla y, sobre todo, qué bocatas. Cuando cualquier negocio con décadas desaparece, muchos clientes se sienten dolidos y culpables.

Lamentan el tiempo que se fue, la caducidad del recuerdo propio, más que la marcha del mostrador o el final del negocio. Se sienten culpables cuando recuerdan las pocas veces que han entrado en los últimos meses. Las mezquindades, los intereses o el clasismo de la propiedad (no es el caso de Madueño) se olvidan. Vale más el recuerdo de los buenos tiempos vividos allí (o inventados por la memoria) que las ausencias contemporáneas.

Pero en este episodio, había una excepción que acabó por ser salvación del Madueño y sus viandas, de su barrita de madera y su función de anexo ambigú. La propiedad de la finca, la malvada casera que expulsaba a los hosteleros era, en este caso, la Iglesia. El edificio es propiedad de una de sus entidades intermediarias (Fundación Adolfo Carneiro) del Obispado. Esa situación (excepcional pero no tanto, que la Iglesia tiene un considerable patrimonio en ladrillo) ha sido su salvación.

A la Iglesia Católica se le puede presionar con la obligación de dar ejemplo, de repartir trigo, siquiera un puñado, tras tanta prédica. Ya expulsó Jesús a bastantes mercaderes. Pero eran malos. No había forma de presentar como presentable esta nueva tarjeta roja a una familia querida y currante, dedicada a multiplicar el pan, los peces y las chacinas para despacharlos.

Allá que fueron los medios a echar un oportuno cable. Hasta el alcalde –como buen miembro de Podemos tiene el don de sufrir cualquier dificultad más y mejor que los propios afectados– recibió a Luis Madueño (segunda generación) y se comprometió a mediar tras hacerse una foto. La Iglesia –estaba cantado hasta en Gregoriano– cedió. Bandera blanca y renovación automática del alquiler. Aquí paz y después gloria eterna.

Este caso, con final feliz que todo gaditano de bien o de pega celebra, revela una situación larga que atraviesan hostelería y comercio de Cádiz. La mayoría de los locales bien ubicados, en fincas antiguas de zonas históricas, en calles céntricas o barrios modernos de mucho trasiego, están en unas pocas manos.

El caso del barrio nuevo de Astilleros en el año 2000 fue sangrante. Tres o cuatro lo compraron todo. Y vacío sigue todo. En toda la ciudad se reproduce el mismo ejemplo. Una docena de apellidos ilustres, familias de abolengo (rancio, claro), empresarios que hicieron fortuna y amasaron panoja compran miles de metros cuadrados. Pueden retenerlos vacíos, muertos, años y años. Pueden cambiar de arrendatario o conveniencia o pedir unas rentas altísimas. Pueden esperar que pasen años de crisis (los últimos 200 en Cádiz) hasta que aparezca una franquicia, una multinacional o alguien de taco equiparable. El estado del barrio, de la plaza, de la calle o de la ciudad les provoca un sudor intenso pero, curiosamente, en una sola parte del cuerpo.

Muchos inquilinos, en cambio, no tienen esa fortuna. Ni esa suerte. Pueden verse en la calle si el propietario encuentra mejor opción o si quiere esperar sin límite a que aparezca. Menos bajar precios o pensar qué conviene a la zona, cualquier cosa. Ya sé que es legítimo actuar así. Tanto como criticarlo. No creo que haya sido el caso de la Iglesia y Madueño, que puede ser un hecho aislado, pero todos sabemos que la usura y la avaricia cierran demasiados locales. Aquí. Ahora. Y siempre.

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