Íñigo Méndez de Vigo recuerda a su suegro, el marqués de Albayda: del selecto grupo de los segundos

Era amigo de sus amigos, apasionado por la fotografía, la música sacra o las nuevas tecnologías

Ramón Pérez de Herrasti y Narváez ABC

POR ÍÑIGO MÉNDEZ DE VIGO

Hay personas que dejan su impronta en el recuerdo de los demás no por lo que han hecho sino por lo que han sido. Ramón Pérez de Herrasti , marqués de Albayda, que falleció en Madrid el pasado 13 de octubre, pertenece al selecto grupo de los segundos. Nació en la capital de España en 1927 en el seno de una familia monárquica, entre cuyos antepasados se encuentran Domingo Pérez, quien desde su Azcoitia natal siguió a los Reyes Católicos en la conquista de Granada; Francisco de Pizarro , que incorporó el Perú a la Corona de España; o el general Narváez, protagonista del reinado de Isabel II .

Se licenció en Ciencias Químicas tras cursar sus estudios en las universidades de Salamanca y Granada, ambas ciudades muy ligadas a su familia. Combinó su carrera profesional en Energías e Industrias Aragonesas con la llevanza de una finca agrícola en Jaén, donde impulsó numerosas iniciativas.

En 1956 se casó con Begoña Urquijo y Eulate ; de ese matrimonio nacieron sus hijos Íñigo, María, Álvaro, Inés, Estanis y Natalia. Muy niñero, algunos le recordarán jugando al fútbol con sus hijos y amigos en la playa de Fuenterrabía donde su gran parecido físico con Bobby Charlton , el fabuloso 10 del Manchester United, motivó alguna que otra chanza. Dotado de una notable personalidad, era un gran amigo de sus amigos con los que compartía su pasión por la fotografía, los deportes, la naturaleza, la caza, la música sacra, los coros de Verdi o las nuevas tecnologías. En su inseparable moto, que utilizó hasta bien entrados los 80 años, acudía a la Hermandad del Refugio para atender a los necesitados o para acompañar a un amigo al hospital.

También era aficionado a la buena mesa. De ahí que una invitación a una suculenta fabada en el Horno de Santa Teresa me fuera más que útil para que accediera a mi matrimonio con su hija María. Sencillo, bromista, incluso guasón, fue un padre y un marido ejemplar. Por ello, el fallecimiento de Begoña hace una década le produjo una enorme tristeza sólo compensada por el apoyo y el cariño de sus hijos y los juegos con sus nietos Inés y Alfonso. Hace unos pocos días un repentino malestar se convirtió en una rotura de la aorta. Estaba plenamente consciente cuando los médicos le anunciaron la irreversible situación. Entonces Ramón, que había vivido como un caballero, supo morir como un santo, acompañado por los suyos, con una confianza absoluta e inquebrantable en Dios. Cuando en su funeral esta tarde suene la música de « La muerte no es el final de camino » su familia y sus amigos, con lágrimas en los ojos y alegría en el corazón, entonaremos estas hermosas palabras.

«En Tu palabra confiamos

con la certeza que Tú

ya le has devuelto a la vida,

ya le has llevado a la luz».

Adiós Ramón. Hasta siempre.

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