Enrique Arnal y Amelia Gómez, en un momento de la entrevista, sentados delante de uno de los cuadros aún por terminar que estaba pintando el hombre
Enrique Arnal y Amelia Gómez, en un momento de la entrevista, sentados delante de uno de los cuadros aún por terminar que estaba pintando el hombre - ISABEL PERMUY

San Valentín 2016Lección de amor del matrimonio más longevo de Madrid: «Una pareja feliz es pasión y respeto»

Enrique Arnal y Amelia Gómez, ambos nonagenarios, confiesan bajo miradas y sonrisas cómplices los secretos de más de 70 años de convivencia

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Sentados en un rincón de una sala del Centro de Mayores Alonso Heredia, completamente ajenos al bullicio de alrededor, Amelia Gómez y Enrique Arnal se ríen a carcajadas. Fuera llueve y el cielo está encapotado, pero ellos ni se han percatado de eso. La alegría que irradia esta pareja de nonagenarios contagia a quien entra en la habitación. «¿Qué tal ha quedado? ¿Estoy guapo?», pregunta Enrique, entre bromas, a Amelia, su compañera durante los últimos 71 años, mientras muestra el vendaje que le cubre una herida en el mentón izquierdo. A juzgar por sus miradas y la complicidad que exhiben nadie diría que se conocieron cuando ella tenía 16 y que, desde entonces, jamás se han separado, pese a las «tremendas dificultades» con las que han tenido que bregar: además de algún que otro aprieto económico, superaron la muerte del padre de él pocos meses antes de su boda y la pérdida de uno de sus dos hijos hace unos años.

«Una pareja feliz es pasión en la juventud y, después, mantener el entusiasmo y siempre el respeto mutuo», resume con sencillez Enrique. «Así hemos vivido siempre: ayudándonos mutuamente», añade Amelia.

Los párpados caídos por el paso del tiempo y los surcos en las comisuras de los labios de Amelia no impiden ver su mirada despierta, sus mejillas rosadas y su sonrisa dulce. Eso fue lo primero que llamó la atención de Enrique cuando entró por la puerta del almacén de recambios de relojería de una casa suiza en la calle de la Victoria, cerca de la Puerta del Sol. Él, entonces aprendiz de relojero, tenía que ir casi todos los días a por piezas de repuesto. «Había más dependientas, pero a ella ya la tenía echado el ojo. Era la más alegre de la tienda. Tengo una fotografía de entonces, que la vi ayer, y estaba de guapa... Me gustó mucho desde el principio», reconoce Enrique, sonrojando a su mujer. «De todos los que iban al almacén, él era el más elegante», confiesa Amelia, aún ruborizada. «Era muy presumido. Y lo sigue siendo», agrega mientras señala a la corbata que lleva su marido a juego con el jersey. «En aquella época, aunque fuéramos pobres, procurábamos vestir bien», argumenta el hombre.

Si el trabajo de ambos y la picardía de Enrique sirvió de pretexto y empuje para verse y charlar casi a diario, la música fue determinante para forjar su relación. Enrique colaboraba para la Asociación Española de Palabra y Buenas Costumbres, donde interpretaba zarzuelas con su bandurria. «Hacíamos funciones para gente más pobre que nosotros, que ya éramos bastante. Y un día le regalé dos entradas para ver “La rosa del azafrán”, en el cine Bilbao, donde hicimos una representación por la mañana», cuenta. «Fui a verle tocar con mi padre y, a partir, de ahí empezamos a salir. En seguida supo que nos queríamos casar», dice ella, que admite que su esposo se «ganó al suegro desde el principio», y después terminó por conquistar a la hija.

«Con cinco minutos a solas disfrutábamos a lo mejor mucho más que los jóvenes de ahora que tienen toda la libertad, 24 horas al día»
Amelia Gómez

Aunque Amelia tenía «toque de queda» para llegar a casa antes de las diez de la noche, «cuando cerraban los portales», los ensayos del grupo de música de Enrique fueron la coartada perfecta para tener el permiso para recogerse más tarde. «Los chicos del barrio formamos una banda y yo siempre la invitaba a que viniera», relata Enrique. «Por suerte, el padre de Amelia era bastante liberal en ese sentido y la dejaba ir a las reuniones, aunque acabaran tarde». «La música siempre nos ha gustado muchísimo. Nos lo pasábamos muy bien. Entonces, con cinco minutos a solas disfrutábamos a lo mejor mucho más que los jóvenes de ahora que tienen toda la libertad del mundo, 24 horas al día», considera convencida la mujer.

Tras ocho años de inocente noviazgo, llegó la esperada boda. «Si la vivienda ahora está mal, recién terminada la Guerra Civil era peor. Y hasta que no tuvimos donde vivir, no nos casamos», admite Amelia. Una iglesia de Puente de Vallecas, que estuvo a punto de desaparecer tras la construcción de la M-30, fue escenario del enlace un 8 de octubre hace ahora 63 años. «No teníamos mucho dinero. Fue algo sencillo. Entre familiares y amigos muy cercanos seríamos unos quince. Lo celebramos en el bar de un amigo, que nos invitó a todos a paella», narra Enrique. Tan humilde como su enlace fue su luna de miel: «Fuimos de viaje a Gijón. Desde entonces, siempre que podemos nos escapamos allí. Aún conservamos amigos de entonces, que nos mandan queso cabrales y fabes».

«Las mujeres ya no tienen por qué aguantar a un hombre si no quieren: son autónomas. Que salga adelante una pareja es cosa de dos»
Enrique Arnal

Y también es en torno a una mesa donde se reúnen cada año con la familia que juntos construyeron con «mucho esfuerzo, afecto y paciencia». Unas cualidades que echan en falta en la juventud actual. «Mi nieto ha tenido ya tres novias, que nosotros conozcamos, y yo le digo que las mujeres de ahora no tienen por qué aguantar a un hombre si no quieren: son autónomas. Y, por eso, en una pareja los dos tienen que poner de su parte. Todos tenemos genio y ninguno tiene la culpa en solitario. Que salga adelante es cosa de dos», reflexiona Enrique, que admite que no le ha comprado nada a su mujer por el «día de los enamorados» porque «lo bonito es regalar cuando uno se acuerda del otro, sin motivo alguno».

¿Pensaron algún momento en tirar la toalla? «Sí, claro que hemos discutido y nos hemos enfadado, pero con respeto y cariño hemos solucionado todo», subraya la mujer. A veces, los gestos hablan más que las palabras. Y los que Enrique y Amelia aún se regalan el uno al otro son universales.

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