El aeropuerto de Barajas, un «hotel» de vagabundos: «Tenemos calefacción, baños y wifi gratis»

Medio centenar de personas sin hogar viven desde hace años en las terminales de Madrid. La clave, no armar líos

Tres «sin techo» observan de madrugada la T4, donde duermen cada noche Guillermo Navarro
Aitor Santos Moya

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Están ahí, pero no lo sabes. Moviéndose de manera discreta, casi con disimulo. Aunque deambulan cargados de cajas, maletas y bultos, si algo valioso conservan en su equipaje no es otra cosa que los recuerdos. La nostalgia de una vida mejor. De una vida anterior. Sin billete a ninguna parte, medio centenar de vagabundos duermen cada noche en las terminales del aeropuerto de Barajas : en una cafetería de la T4 o en el pasillo del fondo de los touroperadores; al principio de la zona de facturación de la T1 o en la puerta de llegadas de la T2. Día tras día, lo cierto es que los llamados «pasajeros invisibles» conforman, desde hace años, una comunidad de vecinos itinerante que sobrevive gracias a la consideración de este espacio como público. ¿El único requisito para resistir? No montar líos.

«Hace tiempo eran habituales las broncas», advierte un grupo de ellos. Lejos quedan ya los tres tiros que recibió Govrage Washington , «El negrito», cuando trató de agredir a dos policías de paisano con un cuchillo y después sacó lo que parecía un arma, que resultó ser de juguete. Han pasado 11 años y las aguas bajan mucho más calmadas. «Venimos aquí porque es mucho más seguro que la calle» remarcan sabedores de que la clave para que no les echen es no molestar a nadie. Ahora la presión es constante y no todos logran eludir la invitación a marcharse. «Algunos de los que vienen no saben si lo de vivir aquí es legal», apunta José, quien afirma tener pendiente un juicio por dicho motivo: «Me iré el día que pase a ser un lugar privado». Mientras tanto, los guardias de seguridad se afanan en evitar el «efecto llamada». Y no es para menos. Calefacción y wifi gratuito, baños amplios, vigilancia las 24 horas: apto para «homeless high class».

«Pero no es oro todo lo que reluce, ¡eh!», corta rápidamente otro de ellos. A sus 31 años, Pablo llegó hace tres meses tras una fuerte discusión con su novia. O eso asegura. «Vine porque vivo cerca y ya conocía lo que se mueve por aquí», detalla sin terminar de creerse el pretexto de la conversación. En realidad, todo es cuestión de apariencias. «No puedes permitirte el lujo de parecer débil», señala Ángel, atrapado en una especie de «baile de San Vito». Los relatos inconexos se entremezclan con las medias verdades, señal de que la vida en Barajas puede ser tan real como ajena a la realidad. «A mi una vez me reconocieron por presentarme a las elecciones en Ceuta», prosigue Ángel, al tiempo que no duda en garantizar que residía en un piso de La Castellana de 200 metros cuadrados un par de meses atrás

«El olor suele delatarles»

El aseo es importante, aunque según el caso, no estrictamente necesario. «El olor suele delatarles», señala una trabajadora de Barajas con quince años a la espalda en la T4. «Al principio solo había dos o tres, conocidos por todo el personal», incide y trata sin éxito de contabilizar cuanta gente ha pasado por la base: «La mayoría vienen un tiempo y luego se van, por lo que es imposible saberlo». A finales de la década pasada, en pleno estallido de la crisis , la cifra doblaba a la actual. Algunos fueron hasta «famosos». Es el caso de una madre y una hija que durante años vivieron rodeadas de todos sus bártulos. «Llegaron con la casa a cuestas», recuerda Diego, uno de los «sin techo» más longevos del aeropuerto.

En un ladrón conectado a un enchufe, tres vagabundos cargan sus móviles mientras bromean con el menú para cenar . «De primero tenemos cordero», dicen con sorna. Lo que asoma, en cambio, es una barra de mortadela. Entre risas, la conversación se pierde camino de la medianoche. Es la hora de dormir. «Si nos dejan, claro. Todas las madrugadas vienen los vigilantes y nos preguntan si estamos bien. Pues sí, estamos bien hasta que nos despertáis», protestan.

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