Luis Ojea - Cuaderno de Viaje

Revisión del Estado de Bienestar

Se puede reducir la asfixiante presión fiscal que sufrimos en este país, pero ello debe conllevar una profunda reforma administrativa

Pruebe a imaginar qué haría si dispusiese cada año de 300 euros más para ahorrar o gastar en lo que desee sin tener que hacer ningún esfuerzo adicional. En realidad, en determinadas condiciones sería factible. De hecho, un ciudadano que resida en Madrid, que no obtenga renta alguna diferente a la que proviene del trabajo personal, soltero, sin hijos, menor de 65 años, sin ninguna circunstancia personal que pudiera darle derecho a deducciones y con unos ingresos de 45.000 euros al año ya paga actualmente 361 euros menos en el IRPF que otra persona con las mismas características y condiciones que tenga su domicilio fiscal en Galicia.

Galicia se sitúa entre las autonomías con una fiscalidad más favorable al ciudadano para las rentas bajas. Es cierto. Pero la comparativa empieza a empeorar al cambiar a tramos superiores, como en el ejemplo anterior. Décadas de propaganda socialdemócrata pueden llevar a pensar a muchos contribuyentes que esta situación desvelada esta semana en un informe publicado por el Consejo General de Economistas tiene cierta lógica.

Pero ahora vuelva a preguntarse qué haría usted si le garantizasen que va a disponer de 100 o 200 o 300 euros más al año sin mayor esfuerzo. Y en base a qué no puede hacerlo. Y piense como ese mayor poder adquisitivo agregado podría impulsar el consumo y en definitiva el crecimiento económico general. El beneficio de las rebajas fiscales no es únicamente para el ciudadano concreto que ve aumentar su renta disponible, sino para el conjunto de la sociedad por el efecto dominó que genera esa mayor capacidad de gasto individual agregada.

El efecto de tantos años de apostolado antiliberal puede conducirles a creer también que una menor recaudación deriva en peores servicios públicos. Depende. Se pueden ingresar muchos impuestos y gastarlos muy ineficientemente o se puede expropiar menos dinero a los ciudadanos y garantizar la provisión de servicios de muy alta calidad. En la ecuación no solo influye la presión fiscal. Hay otros factores incluso más importantes. Desde la escala de prioridades que las administraciones fijen en el reparto del gasto hasta la eficacia de la burocracia administrativa que canaliza esos fondos. Sí, se puede reducir la asfixiante presión fiscal que sufrimos en este país. Pero no nos hagamos trampas. Ello debe conllevar inexorablemente una profunda reforma administrativa y una completa redefinición del mal llamado Estado del Bienestar.

Sería, por ejemplo, necesario revisar qué entendemos por servicios públicos esenciales. Es evidente que no todas las áreas en las que actúa la administración entran dentro de lo que podría racionalmente entenderse por servicios esenciales. Solo hace falta revisar los presupuestos de cada uno de los niveles administrativos de este país. En segundo término, sería interesante también dilucidar en qué casos concretos es irrenunciable que ese servicio público sea ofrecido al ciudadano directamente por la administración y en cuales sería más eficiente garantizar el acceso al servicio y su provisión a través del mercado para reducir costes.

No hablemos de desmantelar ciertas cosas porque hay mucha gente acostumbrada a que los ciudadanos estemos obligados a «comprar», vía impuestos, los servicios que ofrecen los poderes públicos en régimen prácticamente de monopolio. Pero al menos podríamos hablar de eficiencia. Y de contención. De que las administraciones deberían hacer un esfuerzo y exprimir al máximo la autonomía de la que dispongan para rebajar la presión fiscal sobre los ciudadanos. Porque un gallego podría hacer muchas cosas con 300 euros más al año. Y el conjunto de la economía gallega, también las rentas bajas, saldrían favorecidas de la decisión.

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