Miquel Porta Perales - El oasis catalán

Estupidez

Flaubert advirtió que el «estupidismo» era una de las etapas de la historia de la civilización occidental

Sostiene André Glucksmann («La estupidez», 1988) que en la estupidez se encontraría la clave de la historia. Ni la guerra, ni la lucha de clases, ni la economía, ni la cultura, ni la religión, ni la demografía, ni la ciencia, ni la tecnología: la estupidez sería la partera de la historia. Nada nuevo, si tenemos en cuenta que Gustave Flaubert advirtió que el «estupidismo» era una de las etapas -la nuestra, concretaba- de la historia de la civilización occidental.

Por su parte, el historiador Carlo Cipolla («Las leyes fundamentales de la estupidez humana», 1988) señala, con el propósito de «conocer y neutralizar una de las más poderosas y oscuras fuerzas que impiden el crecimiento del bienestar y de la felicidad humana», las claves del asunto: 1) siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo; 2) la posibilidad de que una persona determinada sea una estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma; 3) las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas.

Más: los no estúpidos olvidan constantemente que en cualquier momento y lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error. El corolario: «El estúpido es más peligroso que el malvado». El colmo de la estupidez: aquellas personas estúpidas que «ocasionan pérdidas a otras personas sin obtener ningún beneficio para sí mismas». El problema del estúpido (sinónimos: necio, ignorante, pesado, presumido, vanidoso, presuntuoso, jactancioso) es que siempre está dispuesto a entremeterse con el objeto de marcar la línea correcta que seguir bajo amenaza de exclusión. Cierto: mucho de ello hay en Cataluña. Calma.

Vuelvo al inicio y matizó: las consecuencias de la estupidez serían el motor de la historia. Por eso, el «proceso» colapsa y el ególatra de Bruselas deambula -con plasma, móvil, astucias y engaños- por el espacio sideral.

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