Fernando Conde - AL PAIRO

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«La polarización política que desde el principio envolvió a la fiesta más importante de la recién creada comunidad pervive aún hoy»

Fernando Conde

Un año más ha llegado. La fiesta de los Comuneros se hace carne para alharaca de unos y dolor de cabeza de otros. Es innegable que la mayoría de castellano y leoneses vemos Villalar como un festivo sin mayores pretensiones. Después de casi cuarenta años de autonomía, el día de Castilla y León es probablemente el día con menos brillo y esplendor de cuantos celebran en España sus autonomías . La polarización política que desde el principio envolvió a la fiesta más importante de la recién creada comunidad pervive aún hoy en el ánimo de quienes -sobre todo, devotamente- se acercan el 23 a la famosa campa del pueblo vallisoletano. Un pueblo que tal día, pero de 1521, fue testigo de una batalla (perdida) que, como ocurre con otras más cercanas, no pocos insumisos se resisten a dar por cerrada... Con estas mimbres es difícil hacer buenos cestos.

Y como siempre, la fiesta ofrece un menú que se repite año a año con escasa innovación. Como aperitivo frío se entregan los Premios Castilla y León, que este año han estado marcados por la controvertida renuncia del pintor Cuadrado Lomas al de las Artes, y por el discurso molestón de Juan Carlos Mestre, premio de las Letras, más en nombre propio que en representación de los premiados. Después se sirven, en cucharillas de oropel, los platos institucionales que se comandan en nuestras Cortes, platos que el ciudadano de a pie degusta de lejos y a través de la prensa. Y por último, de postre y como traca fin de fiesta -a veces más literal y sonora de lo que algunos quisieran- se emplata el abigarrado encuentro villalarino. Una fiesta popular, pero no en todos los sentidos . Una fiesta de la que la izquierda ha hecho bandera desde el principio de los tiempos y que sirve para evidenciar más lo que falta por hacer que lo hecho.

Pero no se puede negar que si se repasa la carta, el peso específico del ingrediente Valladolid en todos los platos, tanto por razón y capricho histórico como por desidia creativa de la organización, es demasiado grande. No es de extrañar que muchos otros castellano y leoneses se sientan extraños en su propia tierra. Bien es verdad que nuestro carácter, poco agitado y conformón, es un bálsamo a la hora de pasar el trago año tras año. Pero quizá, después de tantos gobiernos clónicos en el tiempo, hubiera sido mejor haber trabajado algo el condumio. Qué duda cabe que siempre es mas cómodo dejarlo estar y no cambiar la carta , pero entonces no deberíamos pretender pasar a la historia como adalides de la «nouvelle cuisine», sino como fogoneros un tanto indolentes y faltos de empuje. ¡Otra vez morcilla! Buen apetito.

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