José Rosell Villasevil - SENCILLAMENTE CERVANTES (XXXIV)

Y ahora Portugal

Nuestro amigo Miguel se introduce de inmediato en el mundillo literario de la Corte, en busca de novedades editoriales y al contacto con los poetas fraternos no vistos algunos desde su partida

José Rosell Villasevil
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Nuestro amigo Miguel se introduce de inmediato en el mundillo literario de la Corte, en busca de novedades editoriales y al contacto con los poetas fraternos no vistos algunos desde su partida, otros desde los bellos momentos renacientes de la Italia pre y pots lepantina.

En Madrid estaba el que había sido ayuda de cámara de el desafortunado príncipe don Carlos, a punto de casarse con la vitalista mozárabe esquiviana doña Juana Gaitán, su entrañable Pedro Láynez en cuyo entono aún le quedan por vivir importantes historias; y Juan Rufo, que se hallaba preparando la primera edición de «La Austriada»; y Gabriel López Maldonado redactando su «Cancionero»; como también Luis Gálvez de Montalvo, que daba los últimos toques a «El Pastor de Fílida», semblanza eglógica de sus desgraciados amores con la esquiva doña Magdalena Girón, pero que aún tiene tiempo para dedicar a Cervantes un soneto de bienvenida, cuyo segundo terceto reproducimos: «...descubre claro tu valor el cielo,/gózase el mundo en tu felice vuelta/y cobra España las perdidas musas.»

Mas el heroico, también frustrado militar mutilado y valerosoex-cautivo argelino, necesita cuanto antes reclamar sus derechos ante la Corte, que no se halla en Madrid sino en las proximidades de Portugal. Así que, insinuándose ya la primavera de 1581, inicia las habituales andaduras, interrumpidas durante cinco años; el peripatético atávico destino bajo cuyo signo había visto la primera luz. Ahora lo hace en dirección al vecino país lusitano.

Casi al mismo tiempo abandonaba Felipe II Badajoz para, a instancias y requerimiento de su hombre de confianza, el gran duque de Alba, se haga presente su Su Alta Soberanía en tierras de la ambicionada Lusitania, de tan evidentes connotaciones dinásticas maternas, para ser reconocido como Rey por sus nuevos súbditos.

Por dar más protagonismo a la nativa, reusa amablemente el deseo que muestra de acompañarle lo más florido de su nobleza, y va solo en compañía del Consejo de Estado, así como con los de su Casa: cámara, caballeriza y capilla, amén del licenciado Tejada, alcalde de su Corte, «para que se les hiciese justicia» (Cabrera de Córdoba), entrando bajo palio en Tomar antes de mediado el mes de abril, para descansar en el viejo Convento de Cristo.

Tuvo lugar el acto solemne de juramente el día 16 del mismo, en rico trono levantado en el claustro, bajo cuyo dosel, sobre un noble bufete presidía el sello de Portugal.

Cervantes llegaría a la villa de Tomar con tiempo de presenciar, desde algún anónimo rincón, aquella gigantesca comedia humana relativa a la coronación y juramento, por el reino de Portugal, al gran Filipo «sin segundo», que, ricamente aderezado, juraba de hinojos respetar los fueros, privilegios y costumbres de su nuevo reino, rodeado de un inmenso aparato, casi faraónico.

Un rey de armas pone contrapunto al silencio absoluto que todo lo envuelve, gritando: «¡Atención!». Entonces el alférez mayor, desplegando el pendón ligado, recita ampuloso, casi deletreándolo: «¡Real, Real, Real por don Felipe rey de Portugal!»

El Rey Católico, majestoso como un Salomón en sus mejores momentos, brillante como el firmamento en noche clara, eleva los ojos al cosmos, en tanto tiene junto a él un crucifijo en rica plata labrado, más el símbolo del poder temporal en artístico cetro de finísimo oro. ¡Oh, vanidad de vanidades y todo vanidad!

En un desván del subconsciente de Cervantes, donde aletea ya el espectro de Don Quijote, brilla junto a él la sublime figura de Cristo, coronado de espinas y con un cetro de caña en sus manos. Y en otro lugar de la nebulosa, la sombra futurista de un poeta que enlaza preciosas palabras: «Rey de los hidalgos, señor de los tristes,/que de fuerza alientas y de sueños vistes/coronado de áureo yelmo de ilusión...»

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