José Luis Morante - ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA

Al sol de la mañana

León Molina abre «un diálogo con la palabra, ese afán cierto de trazar surcos sobre la tierra nítida y esencial de los significados»

José Luis Morante
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La expresión coloquial Un hombres sentado en una piedra que el poeta y aforista León Molina emplea en el título de su salida más reciente define un estar contemplativo, como si necesitara volver los ojos de la sensibilidad hacia el entorno para captar su pulpa, la firme textura de la condición primigenia. Ya en entregas anteriores, frente a la habitual poesía urbana de tantos contemporáneos, la naturaleza adquiría protagonismo en la lírica de este cubano asentado desde su infancia en la Sierra de Segura. El paisaje no es una desganada geografía sino una inmersión en los elementos conformadores, con los que el sujeto verbal comparte finitud y existencia.

El poema homónimo, «Un hombre sentado en una piedra», enlaza la lírica de León Molina con los trazos de un diario intimista que abre sus anotaciones a lo temporal; una introspección prolongada que busca sentido a los itinerarios del yo.

El ego lírico percibe la identidad moldeada en los meandros del tiempo. El estar se convierte en territorio afectivo, se hace un lugar que va acumulando rastros e indicios y esas variaciones que llevan con paso firme hacia la inexistencia. Allí todo es silencio y soledad.

Un hombre sentado en una piedra, de León Molina. Ediciones de la isla de Siltolá. Sevilla, 2016
Un hombre sentado en una piedra, de León Molina. Ediciones de la isla de Siltolá. Sevilla, 2016

La escritura poética perfila detalles, acerca a la luz de la razón los difusos contornos diarios para encontrar en ellos el fulgor del prodigio, la estela que recrea la belleza y mueve el ánimo hacia la gratitud celebratoria. Existir supone una contemplación pautada en la que el olvido es un muro firme, una pared alzada que hay que abrir con palabras. En este tramo del camino existe un contraste reflexivo entre pasado y presente, entre el silencio gastado del pretérito y las voces abiertas al recuerdo. De este modo, la evocación adquiere una textura sentimental en la que el sujeto recobra sitio para la quietud. En ella el amor se fortalece como eje de coordenadas que regula todos los itinerarios vivenciales.

La muestra poética muda su enfoque en «La flauta del sapo», con vetas argumentales más amplias. La mirada introspectiva del paisaje y el sentir amoroso conviven ahora con los encuentros del azar, esas mutaciones estacionales que comunican el rumor callado de la vida al paso, y con los nombres propios recuperados de la estantería de la tradición para proporcionar fiel compañía. Resuenan pasos de César Vallejo, Joan Margarit, Ángel González y José Corredor-Matheos.

León Molina también formula dudas sobre el ser del poema. El conjunto epilogal de Un hombre sentado en una piedra aporta un diálogo con la palabra, ese afán cierto de trazar surcos sobre la tierra nítida y esencial de los significados. Los versos alzan vuelo, mezclan su soledad evocadora con la brisa del tiempo.

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