José Rosell Villasevil - SENCILLAMENTE CERVANTES (XXV)

Lepanto a la (mía) manera

Habían pasado más de quince siglos de la muerte ignominiosa de un hombre justo, cuyo más grave delito había sido repetir incansable dos palabras: «paz» y «amor»

José Rosell Villasevil
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Habían pasado más de quince siglos de la muerte ignominiosa de un hombre justo, cuyo más grave delito había sido repetir incansable dos palabras: «paz» y «amor». Da la sensación de haber resultado estéril aquel inusitado sacrificio, irrepetible, que para todas las opiniones no fuese deicidio. Mas, ¿alguien se atreve a dudar que fue la más alta lección humana de la historia?

La batalla de Lepanto fue también, en su tiempo, el hecho de armas más gigantesco y brutal; fue cataclismo explosivo del odio, la venganza, la ambición de dos culturas, dos religiones con el mismo Dios y distinta nomenclatura. Quedaba muy lejos la mítica Guerra de Troya; diez años tenaces durante los cuales «bajaron al Hades muchas almas valerosas de héroes esforzados, cuyos cuerpos fueron presa de perros y pasto de las aves...»; relato que nos ofrece Homero después de otear en las oscuras páginas del tiempo.

Como vemos, el hombre trae en sus genes deseos irresistibles de guerra, y su apetito de destrucción es canino. Lo que Homero justifica diciendo, que los Hados propiciaban tales matanzas para aligerar de peso a la madre Tierra.

Desde el amanecer al ocaso del día 7 de octubre de 1571, muchos millares de «héroes esforzados», a bordo de centenares de naves con la «santabárbara» repleta de pólvora y plomo, dispuestos; eso sí, protegidos debidamente, unos por el «Cristo de las Batallas» (curioso título), otros por los fieros pendones de la «Sublime Puerta» otomana, se destrozan como fieras sobre las aguas azules, transparentes que fuesen santuario de pacíficas Nereidas.

Se ignora el número de muertos en el cerco de Troya; si es que no se equivoca Calderón, al decir que «toda en la vida es sueño».

La batalla de Lepanto, con la gloriosa victoria cristiana, costó a los perdedores cuarenta mil hombres; pero los vencedores no lo hicieron con menos de ocho mil.

¿Sirvió el gran esfuerzo para algo? Si; para producir una masacre y destrozar dos grandes flotas, que el Turco rehiciera prontamente con la ayuda de Francia y Holanda, mientras la coaligada Venecia firmaba con él un vergonzante pacto de no agresión. Y el Reino de Espña, a pagar.

De todos modos, particularmente, me gusta Lepanto, porque mi maestro lo ponía en lo más alto de su currículo. Además, le inspiró el «Discurso de las Armas y las Letras», donde se dice que aquellas no deberían servir para otra cosa que que no sea la disuasión, hacer cumplir las Leyes y garantizar la fe de los pacifistas, que atentos a «las primeras nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres, que fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron a los aires:¡Gloria en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!; y para la salutación que el mejor maestro de la tierra, enseñó a sus allegados y favoridos que dijesen: «paz sea en esta casa».

El día 6 y el 9 de agosto, respectivamente, de 1945, un sujeto daba, desde el cómodo sillón de su despacho, la orden de arrojar desde el aire sobre Hirosima, y luego sobre Nagasaki, sendos artilugios nucleares -«Little» y «Fat Man»-, que a fin del mismo año habían causado, entre ambas ciudades, 246,000 muertos; la mayoría ancianos, mujeres y niños.

Era el mal menor para cortar aquella locura fratricida, que costó al mundo 49 millones de almas. La disuasión, ha evitado efectivamente otra conflagración durante 71 años.

Pero la batalla de Lepanto sigue en pleno fragor, esta vez en manos del terrorismo indiscriminado fundamentalista, que hará saltar la Tierra en pedazos, tan pronto tenga acceso a las armas nucleares.

Los héroes de Lepanto, don Miguel, ¿tendrán que lanzar el grito de «¡Paz en la tierra!», o el ruego desesperado: «Padre, ¿por qué nos abandonas?».

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