Martín Sotelo - ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA: HACERSE EL VIVO

Lejanías

¿Qué vida tan miserable tendremos en la cabeza para no concedernos un ratito a solas con nosotros mismos?

Martín Sotelo
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Cercanías Guadalajara-Chamartín, con intención de apearme en Atocha para tomar el AVE rumbo a Toledo. Siete y algo de la tarde. Me siento junto a una señora mayor que teclea en su móvil. Enfrente, se sientan dos hombres trajeados, con aspecto de acabar de salir de sus trabajos en alguna oficina. A uno se le cae el teléfono al suelo del ímpetu con que lo saca del bolsillo de su americana. Tras recuperarlo, se pone a escribir en él, con los cascos puestos. El otro, más joven y gordo, también lleva puestos los auriculares del teléfono y mira por la ventanilla del tren desviando la vista a ratos hacia el grupo de amigas en minifalda que han preferido quedarse de pie, apoyadas en la puerta y los respaldos de los asientos, contándose entre ellas, entre risas y a gritos, lo que hablan o escriben por el móvil.

Las mira a hurtadillas con ojos desorbitados de sádico sexual, como imaginando lo que les haría si alguna fuera su secretaria. Una mujer, a mi derecha, lee en un libro electrónico enorme y parece concentrarse en la lectura a pesar de tener que colocarse a menudo el bolso y la chaqueta sobre las piernas. A su lado, dos niños gemelos pegados a la ventana comen una chocolatina y beben un zumo mientras matan marcianitos en sus tabletas. Un negro se pone a tocar una canción africana que me hace pensar en un éxodo de elefantes. Creo que soy el único que la escucha. En la próxima parada se baja el sádico sexual. Su asiento lo ocupa una chica guapa, con coleta, cuyos ojos nunca sabré si son bonitos o feos porque, hasta el momento en que se baje del tren, no apartará su mirada ni un segundo de la pantalla de su móvil, donde teclea febrilmente. También sube un chico con mochila que reclama sentarse en el único sitio libre de los asientos de al lado. Los que tienen que permitirle la entrada tardan en percatarse de su ruego, ¿me dejan pasar, por favor?, porque están sumidos en sus respectivos teléfonos. Cuando toman conciencia, encogen sus piernas para dejarlo pasar sin mirarlo. Un mendigo se pone a berrear. Tiene cincuenta y seis años, no encuentra trabajo, vive en una pensión de mala muerte y le han diagnosticado un problema cardíaco. No puede tomar alcohol ni sal, tampoco fumar. Quiere así dejar claro que no pide dinero para gastárselo en vicios. Le han dado unos pocos meses de vida y acepta cualquier ayuda, también comida. Siente las molestias que pueda causar. Uno de los niños le da su mandarina. Más gente le suelta calderilla a pesar de no haber escuchado su triste historia al tener las orejas tapiadas por lo que sea que cada cual vaya escuchando en sus aparatitos. Poco a poco, a medida que nos acercamos a nuestro destino, el vagón se va llenando de gente. Enfrente de mí, el oficinista que subió en Guadalajara hace un crucigrama. ¿Quién coño puede ponerse a hacer un crucigrama después de todo un día de trabajo? Ahí está, con el móvil metido en el bolsillo de la camisa, junto a la corbata, los auriculares puestos, el periódico doblado sobre sus piernas, esgrimiendo una estilográfica y moviendo apesadumbrado la cabeza cada vez que descubre que se ha equivocado en alguna palabra. ¿Qué vida tan miserable tendremos en la cabeza para no concedernos un ratito a solas con nosotros mismos, con nuestros propios pensamientos, con el entorno y el paisaje que nos rodea? Miedo, me digo. Miedo de enfrentarnos a nuestra propia vida, cómo ha ido el día, qué hemos hecho, cómo nos sentimos, qué nos espera al llegar a casa, con nuestra mujer, con nuestro marido, con nuestros hijos, con nuestra soledad. Y si no es miedo es algo peor: la certidumbre de que nuestra vida está tan vacía que no merece ser pensada, en comparación con la cual cualquier crucigrama es más interesante y entretenido y cómodo. Miedo, en definitiva, a que nuestro pensamiento, cuando pensemos, nos devuelva un vacío emocional apestosamente conocido, irremisiblemente lejano hasta para nosotros mismos.

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