ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA

Diario de un jubilado en Nueva York (43): Dos días y una noche de diciembre

La señora Elvira se tomaba una copita de anís y volvía a enredar su vejez en la oscura soledad de su mirada

Un belén en Brooklyn

POR HILARIO BARRERO

Al llegar el día ocho pedíamos permiso para poner el nacimiento . Al principio lo colocábamos encima de una cómoda del comedor: un poco desértico, un poco montañoso, con zonas áridas, nevadas y vegas verdes que florecían a ambas orillas de un río de espejos rotos. Luego, al disponer de más espacio, lo montábamos en el piso de arriba, donde mi padre no subía. Tenía un volcán con humo, un río con agua, campos tipo concentración parcelaría, una lumbre en la que se calentaban unos pastores que esperaban una noticia y un molino que solo molía la harina del tiempo. Ese tiempo se llevó el agua, el humo, el fuego, el aire y nuestra infancia.

A mediados de mes mi madre preparaba las cestas de mimbre que olían a invierno , los paños, la harina y los limones, el azúcar y la canela y concertaba una hora con la panadería del señor Agapo para hacer los bollos: los de aceite y los de manteca. Alguna vez acompañábamos a mi madre a la panadería que olía a retama, a fuego cocido, a brasa festiva. En el obrador el milagro de ver cómo agua y harina se convertían en una masa a la que el fuego daría altura y vida. Nevaba azúcar sobre los bollos que tenían forma de corazón , de media luna o de sol, y nuestra mirada se llenaba de fiesta.

La fe nos hacía ver estrellas en la nochebuena, aunque estuviera nublado , y a las doce celebrábamos el nacimiento de un niño y no sentíamos el frío y manteníamos a raya al sueño hasta la hora de ir a la Misa del Gallo, donde don Ángel, el párroco, daba a besar a un niño desnudo de cartón piedra que, 33 años más tarde, moriría también desnudo en una cruz. Uno nace como muere. La señora Elvira , ya en tinieblas, venía a casa y con una voz como si en la garganta tuviera ortigas le cantaba a mi padre una copla . Se tomaba una copita de anís, un bollo de los de aceite y volvía a enredar su vejez en la oscura soledad de su mirada. Los cestos de bollos se iban vaciando y se iban llenando los días de espera para el día de los Reyes, que nos dejarían una carta escrita en la máquina de escribir de casa que a nosotros se nos antojaba tecleada por el mismísimo Melchor.

Alguien pasaba por la calle cantando algo desafinado y con voz sembrada de melancolía alcohólica: «La nochebuena se viene / la nochebuena se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más». Y un niño sentía una puñalada que le dejaba el corazón helado. Y así sigue.

Aquel niño, ahora un anciano desterrado de su tierra pero viviendo en un territorio enamorado , desea a sus lectores y amigos que le sigan leyendo muchos años. ¡Y felices Pascuas!

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