Jesús Fuentes - ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA

Algún día, tal vez

«¿Qué hacemos con la obra de Kalato, Guerrero Malagón, Giles, Cruz Marcos, Beato, Rojas, Jule...?»

Jesús Fuentes
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Si viviéramos en una tierra distinta, tal vez no se hubiera producido el abandono y desprecio por el arte: pintura, escultura, fotografía, literatura, forja, arquitectura y otras manifestaciones relacionadas con la belleza que sus ciudadanos construyen.

Pero esta es una tierra -«no goza de lo que tiene/por ansia de lo que espera» escribió Antonio Machado- insensible a lo que no sea la supervivencia. Nunca colectivamente se ha valorado el arte. Ni institucionalmente. Como mucho se considera un exotismo, no una actividad imprescindible del ser humano. El problema se agudiza si se trata de manifestaciones modernas de la pintura o la escultura. ¿Qué son esos trazos que no entiendo o esos hierros o piedras que se levantan o se tumban sin ninguna concreción antropomorfa? ¿Qué son esas expresiones en un lenguaje incomprensible?

Ahí está un autor anunciando que litigará para que le paguen el coste de los materiales de una obra que le encargaron. O las esculturas y pinturas que se guardan en casas particulares hasta que unos descendientes más alejados que los más próximos decidan desprenderse de eso que un antecesor compuso.

Poco valdrán entonces los reconocimientos o premios, nacionales o internacionales, que hayan obtenido. ¿Cuántas veces habrá que recordar el despropósito de la obra de Alberto Sánchez? ¿Qué hacemos colectivamente con la obra terminada, o casi terminada, de Kalato, Guerrero Malagón, Giles, Manuel Fuentes, Villamor, Cruz Marcos, Beato, Rojas, Jule o los espectaculares mosaicos de Suzanne Grange, entre otros? ¿Continuamos como hasta el presente sin darles una salida ni patrimonial ni cultural?

En otras tierras distintas, aunque esta afirmación tal vez no sea cierta, los numerosos creadores que ha tenido Toledo desde los años setenta del siglo XX hasta el presente habrían conseguido algún reconocimiento, más allá de una obra en una rotonda de un barrio alejado del centro histórico o de las declaraciones coyunturales en momentos puntuales que se repiten mecánicamente como el ritual de una liturgia fosilizada.

A los políticos les invitan los creadores a sus actos o exposiciones no para que articulen discursos protocolarios, sino para que sean conscientes del patrimonio cultural que ellos están tejiendo con sus esfuerzos callados. No se trata de rotondas ni de desperdigar por despachos institucionales cuadros y más cuadros que nadie mira. No son un mueble más de la administración, como lo es un archivador, una silla, una mesa. Las cosas del arte no van. Como mucho inquieta a unos cuantos «culturetas» que emplean unos códigos de comunicación que resultan cursiladas. Hablan de volúmenes, de espacios, de luz, de mezcla de colores, de poesía, de narrativa.

Relatos de engañabobos retóricos para aparentar que son más listos que los demás. Autoincienso para sus egos, compensaciones intelectuales para libidos insatisfechas. Algún día, tal vez, las cosas sean distintas. Pero solo tal vez. Nadie se atrevería a predecir otra reacción más comprometida con la cultura. ¡Es que no hay dinero!

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