Francisca Ramírez

La paz en Colombia vista desde Toledo

Las Farc ha decidido ahora integrarse en la vida civil tras cuatro años de negociaciones

Francisca Ramírez
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En el camino al aeropuerto El Dorado, bajo una lluvia torrencial, Ana Elvia miró a su hija y con firmeza le recordó que estaba prohibido mirar hacia atrás. Su hija sentía miedo ante lo desconocido, pero sabía que estaría mejor saliendo de Colombia. Iba como una privilegiada, con todo pagado y una beca que le garantizaba un año de estabilidad en Europa. «Hija, no puedes volver. Intenta que todos podamos ir a España. Todos vamos a estar mejor en ese país». Menudo compromiso, pensó la hija. Iba a la Universidad del País Vasco, pero el destino era incierto. «Aquí sabes que la muerte es el pan de cada día. Seguimos vivos aunque oliendo a muertos», sentenció la madre, quien rememoró la noche anterior cómo tuvo que huir de la violencia que se vivía en zonas rurales.

La hija sabía que su camino era dejar atrás a un hijo y a seis hermanos, además de un país que se desangraba en medio de la violencia diaria. Pablo Escobar, el jefe del cartel de Medellín, era el dueño del país y anunciaba que podía «pagar toda la deuda externa» del país sudamericano gracias al narcotráfico.

En otros territorios de Colombia, en las selvas y en las escarpadas montañas habitaban las Fuerzas Revolucionarias de Colombia (FARC). Este mismo movimiento guerrillero ha decidido ahora integrarse en la vida civil tras cuatro años de negociaciones en la Habana (Cuba). Sin embargo, para Colombia ha sido un largo y doloroso camino: 52 años de guerra civil y más de 250.000 muertos, además de los secuestros y las violaciones indiscriminadas tanto por parte del Ejército colombiano como la propia guerrilla, los paramilitares y la delincuencia común.

Ahora que vivo en Toledo y añoro los aromas y colores de mi país, pienso que debemos apostar por el «SI». Muy pocas veces tendremos la oportunidad de acabar con lo peor que ha tenido a Colombia al borde del precipicio durante más de 50 años. Nunca podremos imaginar la violencia que se sembró en los campos y en las ciudades más pobres del país sudamericano. Los campesinos tuvieron que huir de sus tierras, al igual que mi madre, para enfrentarse a la jungla de las grandes ciudades y poder sobrevivir.

Ana Elvia, la mujer que apostó por la paz, nos dejó hace más de siete años y no pudo contemplar el fin de una violencia sin sentido.

Pocas personas podrán entender que el país de Gabriel García Marquéz, el padre del realismo mágico, haya vivido en la utopía de la violencia: recorrer las calles de Bogotá era descubrir en las paredes escritas lo que tu madre te repetía a diario.

Si algo caracteriza a los colombianos, es su amor a la rumba, la salsa y otros ritmos tropicales. Todos en Colombia nos hemos habituado a ver escritas sobre piedras frases paradójicas: «Mientras el país se derrumba, yo me voy de rumba» o «No hay que dar papaya a los milicos». Situaciones que plasman las contradicciones a las que hoy podremos poner fin en el referéndum, si se votaba «SÍ» al fin de la violencia en Colombia para empezar a construir un nuevo horizonte de paz con el ádios a las armas.

Las FARC han explicado, tanto en La Habana como en las montañas de Colombia, que el único vínculo que han mantenido con el narcotráfico ha sido el impuesto que cobraban a las redes por operar en sus zonas repletas de cultivos de coca. Sin embargo, ahora el movimiento guerrillero dice que quiere que esos cultivos desaparezcan. Sea verdad o no su compromiso, apuesto por la paz y porque las futuras generaciones descubran que un país tan rico y con tantos recursos naturales puede vivir en paz. Creo que a partir de ahora todos nos lo merecemos y olvidar que un día fuimos el país más violento de América Latina.

Desde Toledo, la ciudad de las Tres Culturas, anhelo que la paz llegue a Colombia y mis seres queridos, mis hermanos y familia puedan vivir en paz. Por Colombia, por Ana Elvia.

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