Gabriel Albiac - Sociedad

Hace ahora cuarenta años

Quien se empeñe en decir que tener veinte años es estupendo es que no ha tenido nunca veinte años. Y menos aún bajo la dictadura, en la que los jóvenes fantaseaban con que todo cambiaría después

Gabriel Albiac
Madrid Actualizado: Guardar
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Hace ahora cuarenta años, la Gran Vía madrileña era una continuidad de cines. Enormes todos y catedralicios. Es lo único que añoro de entonces: fueron mis templos. Quedan ya sólo, creo, dos de ellos. Y no intactos.

Hace ahora cuarenta años y unos poquísimos meses, una era se cerraba. No en la muerte del dictador. Eso lo veo ahora como anécdota. Fuertemente simbólica, pero anécdota: ya estaba muerto desde hacía mucho; aunque él no lo supiera, aunque no lo supiéramos nosotros. Una era se cerraba con cinco fusilamientos. De hombres acertados o errados. El más viejo tenía treinta y dos.

Hace ahora cuarenta años, unos muy pocos y muy jóvenes fantaseaban que todo cambiaría después de la dictadura. No sabían aún que nada cambia.

Nunca. Se tarda mucho en aprender eso. Y nunca se llega del todo a aceptarlo. Vivían en la ilusión. Esa que dice Freud ser la variedad amable del delirio. Fue una generación estrellada contra el muro. Pero puede ser que todas lo sean. No sé. Sé, eso sí, que yo nada añoro. Quien se empeñe en decir que tener veinte años es estupendo, es que no ha tenido nunca veinte años. Y menos aún bajo la dictadura.

Hace ahora cuarenta años, era éste un país dual. Era la herencia de una guerra civil con efectos inusualmente largos. Y la aplastante mayoría de nuestros compatriotas no deseaba para después, ni una cosa ni la contraria. Se limitaba a tener miedo. Lo cual -confesémoslo- era bastante razonable. Sin esa herencia, nada puede entenderse de las paradojas de la transición. Menos que de ninguna, de su éxito. «De la ley a la ley» no fue un hallazgo político. Fue el espejo de un límite absoluto en las cabezas españolas de hace ahora cuarenta años.

Vivíamos entonces, hace ahora cuarenta años, en la voracidad de los libros. Y del cine. Unos pocos. En la voracidad de aquello que no fuera real. Sencillamente, porque lo real era desoladoramente aburrido. Sospecho ahora que buena parte -al menos, buena parte- de los elogios de la revolución, en esos años, hablaban sólo, en el fondo, de lo insoportable de aquel aburrimiento. Que era lo único aún peor que las paranoias policiales que pesaban en nuestros gestos y liturgias.

Nunca, en el resto de mi vida, leí tanto. Nunca vi tanto cine. Era un refugio. Tras la pared de la pantalla o de la biblioteca, estaba la hostilidad inerte de la vida: si es que podía llamarse vida a aquello. Y eso hacía preciosa cada página, cada imagen rescatadas. Puede que buena parte de lo que entonces nos fascinó no valiera, al fin y al cabo, gran cosa. Pero sirvió para salvarnos de morir de tedio.

Era el tiempo de estrellarse en la conmoción de un párrafo que fue escrito por Jean-Paul Sartre treinta años antes y que nosotros decidimos fingir que hablaba de nosotros: «Nunca fuimos tan libres como bajo la ocupación alemana… En todas partes, sobre los muros, en los periódicos, sobre las pantallas, hallábamos esa insípida imagen que nuestros opresores querían darnos de nosotros mismos: a causa de ellos éramos libres… Porque cada pensamiento justo era una conquista»-. Puede que no sea cierto. Da lo mismo. Nos sirvió. Para salvarnos. Hace ahora cuarenta años, pensar era duro y aventurado. Y, sobreponerse al miedo, era exaltante. Y en cada libro, en cada gesto, en cada película recuperados había la resonancia misteriosa de la libertad. Y esa libertad, tan duramente arañada, se nos antojaba ingenuamente un absoluto. No importa demasiado que ahora sepamos que no lo era. Eso recuerdo. Poca cosa.

Hace ahora cuarenta años, yo tenía veinticinco.

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