Con un embudo en la cabeza

La Cataluña post-Puigdemont no resiste un minuto más de poder tuiteado, de banalización del futuro, y de negociaciones basura con un tipo fugado en un maletero

Carles Puigdemont ABC
Manuel Marín

Esta funcionalidad es sólo para registrados

En el mismo instante en que el nuevo fiscal jefe de Cataluña condenaba ayer «la quiebra de la legalidad democrática» como una práctica que solo conduce al abuso político y al desprecio a la convivencia, Carles Puigdemont escupía su odio de casta sobre los «orgullosos carceleros de la democracia». El primero hablaba en su toma de posesión, a cara y pecho descubierto y en defensa del constitucionalismo, como garante de las libertades en la Cataluña que trata de superar el golpismo. El segundo lo hacía desde su refugio de huido de lujo y a través de una red social como garante de su soberbia y su impunidad.

Sostuve días atrás que las piruetas de Puigdemont ya no merecen más análisis políticos, más interpretaciones experimentales de su estrategia, o más estudios sociológicos sobre su influencia real en el independentismo catalán. Como mucho, el modo en que Puigdemont percibe el alejamiento de su investidura ya solo merece diagnósticos de psiquiatría avanzada. Empezamos a tardar en dibujarle con un embudo en la cabeza, la mano izquierda guardada en la pechera de una casaca napoleónica, y los ojos bizcos girando sobre sus órbitas.

La Cataluña post-Puigdemont no resiste un minuto más de poder tuiteado, de banalización del futuro, y de negociaciones basura con un tipo fugado en un maletero sin más peso fáctico que el de su propia bufanda. Cada día que discurre con Puigdemont en Bélgica, aunque sea sin orden europea de detención, es un día más que el Tribunal Supremo avanza hacia el procesamiento real de entre 18 y 24 diputados del actual Parlamento catalán. Y, por tanto, hacia su inhabilitación cautelar a la espera de juicio. Cataluña ha agotado inútilmente el crédito de la paciencia colectiva y se empeña en mantener a Puigdemont como un fenómeno viral y sistémico, víctima de una injusticia que no es tal, e incapaz de presentarse ante la opinión pública si no es como un ectoplasma que proyecta su bilis contra todo y contra todos. Pero hasta el odio se agota.

Puigdemont está lastrando a su partido, la mitad del cual ya se limita a aborrecerlo cordialmente haciendo pucheros de vergüenza ajena. ERC lo zarandea como a un guiñapo, como el oso que golpea a su víctima para probar su resistencia antes de seccionarle la yugular. Y la CUP, ese reducto del cinismo político con quien Manuela Carmena gusta retratarse, lo ha sentenciado. Puigdemont no va a ser presidente de la Generalitat. Si su sacrificio no llega con urgencia por la vía penal o por la traición implacable de sus adoradores, seremos los demás quienes acabaremos con el embudo en la cabeza.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación