Pablo Muñoz

El agente jubilado y la inspectora

Pablo Muñoz
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Pedro Mielgo pudo equivocarse ayer al no reconocer que hizo la llamada al 112 -ya se verá en su momento-, pero nadie puede olvidar su valor y sentido del deber que permitió detener, en pocos minutos, a la asesina de Isabel Carrasco. «Oímos lo que parecía un petardo y nos volvimos -relató ayer con precisión pasmosa-. Vimos a la rubia caer hacia adelante como rígida, no de golpe. La otra mujer se agachó a la altura de su cabeza y a 4 ó 5 centímetros hizo tres disparos. Luego se tapó elrostro con el pañuelo, que sujetó con los dientes, metió el revólver en el bolso y sin sacar la mano de él se dirigió hacia nosotros, llegó a nuestra altura y siguió.

Pensé que nos iba a dar un tiro; no le quitaba el ojo de la mano».

Su mujer, Elena Morandeira, aportó un detalle atroz: «Tras el tercer disparo salió humo de la cabeza de la rubia, que rebotó en el suelo. Perdón por llamarla así, pero entonces no sabía quién era esa mujer. Creí que la otra nos iba a liquidar».

En estas circunstancias el policía jubilado decidió perseguir a la autora del crimen, mientras su mujer le decía «haz lo que tengas que hacer». Nada puede borrar este gesto de heroísmo, clave para que el atroz asesinato no quedara impune. Su honradez, su deseo de aclarar la verdad, no puede ponerse ahora en cuestión. Siempre ha mantenido la misma versión; siempre ha dicho que Montserrat llevaba el bolso con el arma hasta que la pierde de vista en la calle Colón, lo que deja en evidencia el nuevo relato de madre e hija sobre que la primera lo tiró en un garaje mucho antes... Pero es evidente también que la sombra de sospecha lanzada ayer sobre él puede crear dudas en el jurado acerca de su credibilidad.

Si lo ocurrido con Mielgo fue la nota triste de la jornada, la positiva la aportó otra policía, inspectora, jefa de la UDEV de la Comisaría de León e instructora de las diligencias policiales. Su testimonio fue sólido, a pesar de los intentos de ponerla en apuros de las defensa. Admitió errores, como el haber puesto en diligencias que la incorporación al caso de los policías de Burgos fue a las ocho y media de la mañana, cuando llegaron más tarde -hizo constar la hora en la que le fue comunicada la decisión del jefe superior de Castilla y León-, o que sus compañeros ocasionales se confundieron gravemente al engañar a la juez sobre su presencia en casa de Raquel Gago el día que apareció el arma. Pero además dio una lección de solvencia al explicar con absoluta tranquilidad por qué se permitió que las dos detenidas estuvieran juntas, o que se hablara con ellas sin la presencia de su abogado porque las dos habían dado su consentimiento.

No quiso valorar hipótesis -«no es ese mi trabajo», dijo en varias ocasiones-, hasta el punto de que ni siquiera se pronunció sobre si hubo o no un plan criminal. Y demostró que el trabajo de la plantilla de León -«invitados» al margen-fue ejemplar, sacrificado y, sobre todo, eficaz.

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