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VÍDEO: Donald Trump, el hombre que resurgió de sus cenizas. - AFP

Trump, el triunfo del narcisismo osado

Una autoestima desbordante y un olfato de superdotado compiten en la personalidad del nuevo presidente de Estados Unidos

El magnate cumple un sueño perseguido durante décadas: triunfar en la política de la que reniega y sentarse en el sillón más poderoso del mundo

El millonario neoyorquino sólo escucha a su instinto, a su hija Ivanka y a su yerno, el empresario de origen judío Jared Kushner

Corresponsal en Washington Actualizado: Guardar
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Megalómano, niño grande, egocéntrico, estafador, charlatán, sucesor de Hitler, último fascista, enfermo mental… La lista de definiciones y calificativos que ha acumulado Donald Trump también marca una época. Nunca un presidente electo de Estados Unidos había sido vituperado y sentenciado, no ya antes de los cien días de gobierno que marca la costumbre política, sino meses antes de acomodarse en la Casa Blanca. Claro que tampoco ninguno había acumulado tantos méritos. En correspondencia con los insultos que ha proferido a hispanos e inmigrantes de toda condición y origen, mujeres y rivales políticos de distinta naturaleza, con un comportamiento tan soberbio como infantil, tan fanfarrón como simplón, el proceso electoral que ha vivido Estados Unidos ya está consagrado como el más desagradable y zafio de la historia reciente.

Como Trump estrenará mandato con el rechazo expreso de la mitad de un país más dividido y enfrentado que cuando se dio pistoletazo al proceso electoral hace más de un año.

El hombre que se sentará en el Despacho Oval a partir del 20 de enero, cuando jure la Constitución que forjaron los Padres Fundadores para equilibrar la desmedida tentación de poder del presidente y que ahora vuelve a ponerse a prueba, nació para interpretar a la perfección el papel del populista, en las dos caras de una misma personalidad.

En su yo más íntimo, porque difícilmente la historia de la política estadounidense habrá registrado a un líder tan buen pagador de alabanzas ajenas. «¡Mirad qué multitud!» o «¡mirad cuántas televisiones han venido!», serán probablemente las frases que más ha repetido en los mítines de campaña… Y en su proyección exterior, por su capacidad casi innata de conectar con la masa, de hacer del mensaje sin sustancia y de la obviedad el mayor alivio de los problemas para sus seguidores. Una habilidad que desarrolló durante años aferrado al programa televisivo que proyectaba su imagen, al altavoz con el que inició su larga marcha y que ahora le ha permitido impulsar su «movimiento», siguiendo la estela de todos los líderes mesiánicos que en el mundo han sido.

Como ya avisó en el origen de las primarias quien fuera vicepresidente de George W. Bush, el veterano Dick Cheney, definiendo de forma premonitoria al hombre que acababa de irrumpir en el escenario electoral, «Donald ha tocado una fibra en este país». Se refería a los millones de indignados que ha ido sumando su regimiento, cual flautista de Hamelin, y que le han terminado aupando a la presidencia del primer país de la Tierra.

Un Administración muy Trump

Sin tomar una sola decisión, ya ha cambiado Estados Unidos. La gran incógnita es comprobar si en el desarrollo político que llevará a cabo la Administración Trump, que previsiblemente será mucho más Trump que Administración, su vertiente de negociante posibilista se impondrá a una cabezonería caprichosa capaz de llevar su experimentado instinto hasta las últimas consecuencias.

La primera opción, la que le rodearía del mejor equipo posible, respondería a su cacareada intención de gestionar el país como una empresa. Aunque no todos quienes han trabajado para el magnate comparten la opinión de que sabe incorporar a buenos escuderos, frente a su anuncio de contar con los más cualificados asesores, secretarios y generales. La segunda posibilidad responde más a la definición de algunos miembros de su entorno que aseguran que el nuevo presidente escucha sólo a tres personas, y por este orden: su instinto, su hija Ivanka y su yerno, el empresario de origen judío Jared Kushner.

Donald John Trump (Queens, Nueva York, 1946) es un jugador, tan temeroso de las derrotas como implacable con los derrotados, a los que desprecia con el calificativo de «losers» (perdedor), que sobrepronuncia como si levantara un muro frente a ellos. Es el alimento con el que nutre su desmedida osadía, la que le ha llevado a prometer la construcción de un muro que «pagará México». Como le permitió mantenerse en la élite social y empresarial, a partir de la considerable herencia paterna, y que le sitúa hoy en el puesto 156 de los más ricos de Estados Unidos, con más de 3.700 millones de dólares en bienes. Y la misma que le permitió sobrevivir a tres bancarrotas.

Prueba de que el cuarto de los hijos de Fred Trump (y Mary Anne MacLeod), quien le enseñó todos los secretos del negocio inmobiliario en la Gran Manzana y de quien heredó parte de su fortuna, nunca se ha detenido en su camino hacia el éxito. Sus estudios de Economía y Antropología en la Universidad de Pensilvania fueron un simple salvoconducto para homologar socialmente a quien tenía mucho más puesta la vista en las lecciones que da la calle y el negocio real, el que materializa en el duro Manhattan, a menudo mediante procedimientos poco confesables.

Cuando el 16 de junio de 2015 anunció su precandidatura a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Republicano, el neoyorquino Donald Trump irrumpía como una novedad, como el outsider dispuesto a combatir a la política clásica y al establishment, un discurso que ha utilizado en la cresta de la creciente ola sobre la que navega viento en popa. Pero la impresión extendida de que el magnate neoyorquino comparecía fruto de un impulso repentino o una ocurrencia espontánea no puede ser más incierta.

Desde las postrimerías del mandato de Ronald Reagan, allá por los años 80, el asalto al poder ha rondado la cabeza del millonario, y siempre con la Casa Blanca como gran objetivo. Su diferencia con el candidato tradicional, con el aficionado que busca en la política su forma de vida, es que el ambicioso Trump se planteó el reto como otra apuesta, otro desafío en el que sólo cabe la victoria.

«No es uno de los nuestros»

Como saben sus compañeros de formación política, que lo han sufrido y que tendrán que acostumbrarse a verlo en muchas de sus pesadillas, el millonario se presentó por el Partido Republicano porque era el único medio hacia el fin. Poco que ver con el tradicional pensamiento del partido de Abraham Lincoln y Ronald Reagan, y no digamos nada las esencias conservadoras que anidan en un importante sector del Grand Old Party (GOP). «No es uno de los nuestros», ha sido una de las frases más escuchadas entre los republicanos, que afrontan una encrucijada histórica para evitar que el vendaval Trump se lleve por delante uno de los partidos con más raíces del mundo.

Su diversificada forma de ver la política como un negocio le llevó a financiar con idéntica determinación campañas de ambos partidos. Contribuyó a la de Reagan y apoyó la de Romney, pero ya para entonces había aportado también fondos a campañas de los Clinton y de demócratas locales. Después de protagonizar un intento fallido como candidato presidencial por el Partido de la Reforma, una suerte de alternativa a los partidos clásicos con la llegó a vencer las primarias de California, se decantó por el Partido Republicano. Pero, por un tiempo, no logró concretar el momento de su aventura personal, pese a que barajó ser el aspirante presidencial en 2004 y en 2012, así como candidato a gobernador del estado de Nueva York en 2006 y 2014.

La opción, avalada por las encuestas, se le presentó en 2015. Años antes, se había servido de su manejo de la televisión para ganar proyección como impulsor y conductor del programa «El aprendiz», en el que promocionaba talentos empresariales. El altavoz le sirvió para ganar notoriedad, sobre todo con sus duras críticas a Obama, de quien cuestionó haber nacido en Estados Unidos (requisito indispensable para ser presidente) y su reconocida valía académica. Al calor de un Partido Republicano instalado en la radicalidad, Trump se hizo el hueco suficiente en las encuestas como para lanzarse a la carrera. En ella, acabaría con dieciséis rivales con el mismo estilo directo y provocador con el que ha creado su movimiento populista. La masa con la que disfruta siendo sujeto de admiración.

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