David Gistau

Sobre locos y abstemios

Ruggeri, que es una máquina expendedora de anécdotas, aparte de un duro que a los 55 años aún intenta quebrar a los adversarios en las pachangas dominicales, cuenta que, cuando llegó a Boca Juniors, «El loco» Gatti era una institución. Aquel fútbol era menos infantil. Ruggeri se mofa de los futbolistas que se encierran en la habitación para jugar a la Play y cuenta que ellos salían a hacer prácticas de tiro con sus revólveres comprados en el mercado negro. El peso jerárquico también era mayor en ese fútbol que no se lo ponía fácil a un novato, a un recién llegado.

Por eso, cuando Gatti lo invitó a sentarse en su mesa para almorzar durante las concentraciones, Ruggeri quedó tan orgulloso de su rápida aceptación por un jefe de vestuario que llamó a su madre para contárselo. Comprendió lo que de verdad estaba ocurriendo cuando comprobó que en la mesa de Gatti había otros dos novatos aparte de él, todos ellos abstemios: lo que Gatti quería no era repartir credenciales entre los nuevos, sino quedarse para él solo la botella de vino por cada cuatro comensales que Boca permitía en cada comida. «No te me hagas el futbolista europeo», espetaba Gatti a quienes no bebían antes de jugar -con una petaca salía él las tardes muy frías-, por lo que se ve que no conocía a los ingleses de la estirpe de Gascoigne y Tony Adams.

El Loco Gatti, un gran personaje de aquel tiempo a quien en España probablemente se conozca mal, decía que quería divertir al público para compensarlo por el mal fútbol que le obligaban a ver. Por eso a veces abandonaba la portería y se sumaba al juego de campo: «Yo quería quedarme en la línea, pero era como si un enanito me dijera: ‘Salí, salí’...». O sacaba con el pie haciendo rebotar la pelota contra su propio larguero. O fallaba adrede un saque de mano porque sólo lo pasaba bien bajo el fuego de los rematadores y si la pelota permanecía lejos mucho tiempo era incapaz de esperarla en su propio territorio: «Ser arquero es muy bobo».

De forma involuntaria, este Real Madrid de principio de temporada parece estar contagiado por ese síndrome de Gatti según el cual lo anárquico e imprevisible siempre resultará más divertido que lo sometido a control. No digo que Zidane haya impartido la consigna de ceder la pelota al rival y ubicarse adrede bajo el fuego. Pero ese equipo que estaba a punto de fundar una hegemonía que iba a ser tediosa por absoluta, que iba a someter una era entera a un control apabullante, de repente ha decidido darse y darnos grandes emociones agónicas en un tramo del campeonato donde éstas jamás existieron antaño.

De hecho, partidos de comienzo de campeonato contra adversarios como el Levante, el Betis o el Alavés parecen finales continentales, a vida o muerte, jugadas con una gran ansiedad y, lo que es peor, con el mito terminal del minuto 93 francamente encasquillado. Con Jabois tengo hablado que, en su acepción más altiva, ser madridista consiste en no poder divertirse uno hasta la primavera, cuando los campeonatos alcanzan el desenlace. Esto ha cambiado este año. Todos los rivales parecen gigantescos. Aquellos que no habían hecho un gol lo marcan y además acribillan los palos. Todos plantan cara al Real Madrid incluso en aquellos terrenos, como el medio campo y el despliegue combinativo, donde Zidane había construido los títulos recientes.

Todos se sienten capaces ante el Real Madrid, que contribuye lo suyo, porque algunos cambios que a veces hace Zidane, o que no hace mientras el equipo se queda sin resuello, recuerdan los saques de Gatti, errados a propósito para dar emoción. Vivimos en estado de balacera y a veces temo que una bala perdida, es decir, uno de esos remates al parking de SR o CR, atraviese el televisor y me alcance un jarrón de casa.

Lo acepto sin dramatismo. Viene el Madrí de ganar tanto que comprendería hasta que se tomara un año sabático dedicado a ser Gatti. Comuniquen a Keylor que ya puede empezar a sacar rebotándola en el larguero.

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