David Gistau

Hasta las bolas

David Gistau
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Tengo recuerdos nítidos de cuando Ian Rush jugaba en aquel Liverpool que era el equipo hegemónico de nuestra infancia y además estaba lleno de pequeños mitos como el cuarto de las botas o los aforismos de Shankly. Me acuerdo de la final en Italia contra la Roma de Falcao, que no volvió a tener una oportunidad, lo cual es doloroso para nosotros los romanistas de la diáspora. Me acuerdo de la de París contra el Madrí de los García, que nos hizo entender a corta edad cuán metido estaba en nuestros genes el antagonismo natural con la Pérfida Albión. Me acuerdo, por supuesto, de la espantosa final de Heysel, de la que nunca olvidaré a Michael Robinson describiendo cómo saltaron al campo mientras miraban de reojo los cadáveres tendidos en la pista de atletismo.

Me acuerdo también de una eliminatoria contra Gales con Ian Rush y Mark Hughes martilleando arriba -3-0 en Cardiff, esos pelos y esos estadios y esos calzones remetidos de los ochenta: qué añoranza- y de una visita en Copa de Europa del Liverpool a San Mamés que la gente del Athletic, reverencial, vivió como una conexión con la leyenda original de lo británico: «All Iron».

Me acuerdo hasta de cuando Ian Rush se marchó a jugar a la Juventus y al año siguiente se tuvo que volver al Mersey después de no haber entendido en Turín ni qué es el «spritz». Su fracaso, en aquellos tiempos pre-Bosman en los que el fútbol estaba encerrado en compartimentos estancos donde se hacía endogámico el estilo de cada cual, se asumió como la demostración de que el jugador británico sólo triunfaba en su propio ecosistema y que nadie podría llevar jamás a las islas fórmulas distintas de las antiguas. Hemos cambiado, ¿eh? ¿Su acuerdan de cuando un profeta, como Cruyff en España o como la famosa gira de San Lorenzo de Almagro, traía palabras nuevas que cambiaban todo aquello que estuviera esterilizado por exceso de pureza y por falta de comunicación con lo exterior? Qué curioso que haya europeos que, en lo político y en lo social, quieran regresar a eso. Que anhelen ver las calzadas romanas llenas de malas hierbas, como decía Chesterton que ocurrió después de que sobre la Europa pos-romana se abatiera una edad oscura llena de magias, dragones, odios a lo que hubiera más allá del murete propio y supersticiones. Pero ojo, que me voy del fútbol.

«Ruego al Atleti que devuelva al Leicester, que se lo ha dejado en casa el cartero por error, y que haga el favor de acudir a su masacre en Múnich»

Recuerdo, por tanto, a Ian Rush. Lo que no supuse de él es que tuviera tantos problemas para comprender que en una ciudad como Madrid puede haber más de un equipo de fútbol con nivel para estar en el bombo de un sorteo de los cuartos de final. Para qué nos sirve a los madridistas tener de presidente a un gran manipulador con poderes telepáticos como los de Darth Vader si luego resulta que Ian Rush se arroja sobre la bola caliente nada más leer la palabra Madrid sin detenerse un instante a reparar en que también existe el Atleti. Los jugadores británicos tampoco saben hacer trampas fuera de su ecosistema. Y ahora nos encontramos metidos en una situación inédita, que no se ha dado jamás en la historia de la Champions ni de las once copas del Madrí, ganadas todas a base de meter en las bolas al Neuchatel: nada menos que una eliminatoria del Real Madrid contra el Bayern. No hay antecedentes. Ruego al Atleti que devuelva al Leicester, que se lo ha dejado en casa el cartero por error, y que haga el favor de acudir dócilmente a su masacre en Múnich, que era lo que teníamos acordado con la UEFA a cambio, en concepto de soborno, de ingentes cantidades de lingotes de oro y de prostitutas adiestradas en la práctica del carrete.

Rush estará muy bien para meter goles en el Liverpool legendario de nuestra infancia. Pero no le pidan nada más. No distingue una bola caliente de un mamut ni aunque lo hechice Florentino Pérez. A ver si el Real Madrid va a tener que ponerse a campeonar honradamente, a su edad.

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