David Gistau

Fuera del barrio

David Gistau

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Hasta en alguien tan sentimental y barrial como mi amigo Pedro Simón aprecié estos días una aceptación de la mudanza. Diría aún más: una punzada de curiosidad e ilusión por ese nuevo estadio por culpa del cual el Atleti dejó de ser uno de sus vecinos de escalera. Y créanme si les digo que sacar a Pedro Simón de sus afectos y de sus cercanías viene a ser como construir un tendido ferroviario en las praderas de los sioux. El Metropolitano es atroz en el exterior. Está perdido en uno de esos no-lugares que a las grandes ciudades les brotan entre sus autopistas de circunvalación y sus polígonos industriales: hasta los bares hubo que exportarlos piedra a piedra como los claustros románicos de Hearst. Es un pegote de cemento en una aridez de las que Joe Pesci usaba en «Casino» para enterrar cadáveres. O el estadio impulsa vida a su alrededor, un ecosistema propio en el que se agradecería la plantación de algún árbol, o aquello va a ser un desierto de tribu perdida buscando el Manzanares con Moisés. Pero, por dentro, la cosa cambia. Hasta la luz es favorecedora.

Las entrañas del Metropolitano recuerdan las de otros muchos estadios magníficos construidos durante los últimos años y que también acarrearon el sacrificio de un santuario sentimental. Wembley, San Mamés, Arsenal, Bayern. Este último ejemplo me lo recuerda especialmente porque también el estadio adonde se mudó el Bayern es una estructura fantasma que orilla autopistas en una zona de la ciudad carente de alma, carente hasta de ciudad. Pero, una vez dentro, una vez comido el espectador por esa boca de planta carnívora cuyo interior es rojo como el terciopelo de un burdel del Western, la cosa cambia. Dentro del Metropolitano, que aún no es del todo su casa, y concienciada además por la excepcionalidad festiva de la jornada, la hinchada del Atleti parecía la de los grandes desplazamientos para una final. En concreto, el bosque de banderas me recordó el de Lyon para la final de la Recopa contra el Dinamo de Kiev de Oleg Blokhin. Aquel equipo medio secreto del «otro lado» que desplegó un juego total, sinfónico, y que, una vez sellado con el acrónimo de la URSS, bien podría haberse llevado también el Mundial de México. Entre la curiosidad por el nuevo estadio y el ambiente creado para hacer más llevadero el complejo de exilio, por momentos había que recordarse que lo que se jugaba el sábado era sólo un Atleti-Málaga de Liga. Que sin embargo hacía necesario un buen arranque, aunque sólo fuera para que los supersticiosos y los creyentes en «mufas» no pudieran declarar maldito el Metropolitano. La cuota de disparate entrañable que a veces caracteriza al Atleti ya había sido cubierta con el izado solemne, himno incluido, de la gran bandera que resultó estar al revés. Cuántas veces nos gustaría que ciertos alardes patrioteros se volvieran autoparódicos de esta misma manera.

En definitiva, y a pesar de las nostalgias, da la impresión de que este Atleti al que le llovieron paracaidistas ha sabido superar el tránsito. Y convertir el nuevo estadio en un catalizador de porvenir, al menos porque cambiar un hogar barrial por un entorno homologable con el de muchos grandes europeos parece una declaración de intenciones. También hay que hacer un gran esfuerzo por olvidar el contexto de coimas y golfos, algunos encarcelados, que forma parte de la pérdida del Manzanares. Pero ya no tiene remedio. Es verdad que hay que acomodarse y que, al ser el fútbol en gran parte una acumulación de recuerdos transmitidos, se hace raro el estadio que no alberga ningún recuerdo, ningún pasado, nada. El estadio donde no le puedes contar a tu hijo cómo se vivían las tardes cuando te llevaba tu padre. Bueno, que no albergaba recuerdos, porque el Metropolitano ya tiene para recordar al menos el gol de Griezmann y el bosque de banderas. Es un comienzo. Al fin y al cabo, también el Calderón comenzó sin recuerdos, y de aquel otro Metropolitano sólo queda una piedra de la Gradona entre edificios de oficinas.

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