David Gistau

Fantasmas y bastonazos

David Gistau
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Para el resto de la Liga, me declaro enganchado al Sporting, equipo que, a diferencia de este Real Madrid desahuciado, todavía confirma el supuesto homérico de que los dioses urden tragedias para que los cronistas deportivos tengan algo que contar. Tener al Sporting de segundo equipo (empatado con Independiente, otra de mis magdalenas proustianas) me acostumbró a convivir con aquello que los clásicos llamaban «el fantasma del Descenso». Que en Argentina es «el fantasma de la B». Cuando River bordeaba el descenso, hubo muchas humoradas con eso. Hinchas rivales que iban a los partidos disfrazados con una sábana que llevaba impresa una gigantesca letra B y hacían «¡Bu!» a los jugadores de River. Creo recordar que, en un Superclásico, hasta metieron en la Bombonera un dron con sábana, o algo así.

Al final, River bajó, y fue un drama, pero enseguida regresó y ganó la Libertadores, como si al descender hubiera rebotado en una cama elástica que lo hubiera devuelto directamente a la gloria, haciéndole primero un exorcismo al fantasma de la B.

El Sporting es menos ciclotímico. Un equipo precario, de muchachos heroicos, bañado por la pasión de su ciudad entera, que bastante tendría con no acabar de consagrarse como un «equipo ascensor» (otro término clásico) que hiciera más pujante la nostalgia de cuando jugaba finales y reñía Ligas y hasta ganaba Óscars de Hollywood que posaban en el once inicial calvos como Dertycia y bañados en oro como Cristiano. Me voy a presentar en Gijón disfrazado de Bill Murray en «Ghostbusters» y le voy a pasar la aspiradora al fantasma del Descenso. Primero desayunaré en Dindurra mirando de reojo las partidas de ajedrez, suponiendo que Dindurra aún exista y no hayan abierto en su lugar un Starbucks o algo así. En casi todos mis recuerdos, han abierto un Starbucks. Algún día descubriré que hasta una antigua novia ahora es un Starbucks.

Al Madrí me lo guardo para Champions, mientras dure. Y digo mientras dure porque, a mi pesimismo natural, se agrega el hecho de que jamás creí en la teoría compensatoria de que, cuando peor se va en Liga, más posibilidades hay de ganar en Europa. Además, el Real Madrid huele que apesta a noche de los cuchillos largos: casi asusta pensar en la cantidad de vidas privadas de jugadores acerca de las cuales la institución esparcirá rumores insidiosos próximamente, para preparar la purga y localizar la culpa bien lejos del palco. Yo salvo hasta a Benzema, víctima del moralismo de Estado y de la lealtad a esos amigos del barrio que constituyen un recordatorio de qué habría terminado siendo Benzema de carecer de talento para el fútbol. Cada vez que un villero caía muerto durante un atraco, el «apache» Carlos Tévez decía que ésa habría sido su muerte de no salvarlo el fútbol. Nunca estuve seguro de que funcionen las técnicas de psicología inversa. Cuando jugaba de central, un entrenador que decía que yo necesitaba jugar enfadado se puso a gritarme «¡Gabacho!» desde la banda: sólo logró que abandonara el partido para perseguirlo por el recinto con gran regocijo de los presentes. Supo crearme cólera, pero no orientarla adecuadamente. Cuando las legiones urdían motines de vestuario o no se empleaban con la motivación necesaria, les era impuesto el castigo de diezmarlas: uno de cada diez legionarios, elegido al azar, era ejecutado a bastonazos por sus propios compañeros. Algo así prepara el Real Madrid con la complicidad de Zidane, que contribuye a llenar de dudas e incertidumbres sobre su propio futuro a los mismos jugadores que necesita enchufados a la causa para evitar otro ridículo florentinista en primavera.

No estoy seguro de que el estímulo de un vestuario se consiga prometiendo la puta calle para muchos de los que lo ocupan y llamándolos borrachos y juerguistas para entregarlos como carnaza a la ira colectiva de la grada. Yo ya estaría persiguiendo a alguien por el recinto.

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