David Gistau

Dios no juega

David Gistau
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En general, prefiero lo conseguido por uno mismo a lo otorgado por la providencia. Soy poco español en esto. Por eso no me santiguo antes de tirar un penalti. Bueno, en realidad, cuando competí jamás me permitió nadie ser el que tiraba el penalti. Se ve que aspiraban a ganar los partidos. Pero, de haberlo hecho, no me habría santiguado, habría tratado de conseguir el gol solo, ahí, a pelo, sin murmullos petitorios, sin atraer el favor de ninguna deidad. A veces me pregunto hasta dónde me alcanzaría la temeridad de afrontar cosas sin santiguarme primero. Puedo volar hasta el Cono Sur sin hacerlo ni una sola vez, aunque haya turbulencias, y eso que ahí está delegando uno su suerte en otro personaje providencial, el piloto.

En una trinchera del Somme, en el preciso instante en que el oficial sopla el silbato para cargar locamente, a grito pelao, contra las ametralladoras de los «kraut». Yo creo que ahí sí me santiguaría, pero procurando que no me viera nadie. Al desvestirse lentamente Charlize Theron después de encontrármela por sorpresa en una habitación de hotel también me santiguaría, e incluso diría Jesús, María y José.

Los futbolistas se santiguan todo el tiempo. Menos mal que no existe el concepto de dopaje espiritual porque los futbolistas reclaman la presencia de Dios en la cancha más a menudo que los aqueos de Homero la de Atenea en sus batallas. De Atenea, por cierto, sabemos que atendió la llamada y participó en los hechos de la Ilíada. Desvió estocadas, retiró heridos del campo –a veces volando o cubriéndolos con su manto, como un ilusionista de Las Vegas–, empleó su escudo para frustrar troyanos. De Dios no hay pruebas de que haya ayudado a nadie a desbordar a un carrilero o a resolver una tanda de penaltis. Hasta Maradona hizo sus cosas porque era capaz de hacerlas. La mano de Dios era en realidad la mano de Maradona. La impronta de Dios se notaría si las cosas de Maradona las hiciera yo. Además, es imposible que Dios participe en un partido de forma clandestina, no puede ser, no con la cantidad de cámaras que hay ahora y con esos planos cortos que todo lo pillan y que hasta han obligado a los futbolistas a adquirir la costumbre de taparse la boca al hablar para que no les lean los labios. Si se cruzara haciendo el tackling una fuerza celestial, aunque pasara inadvertida al árbitro, nosotros la veríamos en la repetición.

De todos los futbolistas que rezan, uno de los que más lo hacen es Keylor Navas. A veces me da miedo, cuando va a empezar el partido y él sigue ahí, de rodillas, con los brazos en cruz, con los ojos cerrados y lleno de fervor, que le metan un gol desde el centro del campo. Que eso sucediera sería horrible para la fe, no lo remontaría ni el Papa. Keylor reza con la misma intensidad que la temporada pasada. Pero las cosas le van peor. Me gustaría decirle que Dios no tiene nada que ver porque bastante presión tiene encima el pobre como para andar ahora preguntándose qué hizo para ofender al Señor. Si Insigne te pilla descolocado, Keylor, y te hace un gol insólito, no es que Dios conspire contra ti o que tus oraciones no resulten eficaces. Es sólo que estabas mal colocado y que Insigne es listo. O reza más.

Me da pena Keylor porque siempre pareció un intruso en la apetencia que tenía el Real Madrid de colocar en la portería a un crack caucásico y que se arruinó por algo de un fax. Keylor ha carecido de padrinazgos y ayudas y todo lo ha logrado jugando bien aun sabiendo que había gente agazapada dispuesta a destrozarlo en cuanto aflojara. Bajó su nivel y las páginas orgánicas se nos llenaron de especulaciones acerca de Courtois y De Gea, al que muchos madridistas del oficialismo motejaron de sátiro y violador con el mismo entusiasmo con que procederán a elogiarlo si lo ficha Florentino Pérez. Me da pena Keylor porque su único patrimonio era jugar bien y ahora está concediendo pretextos para que lo borren como con «tippex».

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