Diario de una ascensión al techo de África

Entre el asombro y la hipoxia, la conquista del Kilimanjaro (5.895 metros) es mucho más que un reto deportivo

Plantea un viaje desde la selva húmeda al desierto ártico, desde el mito literario al confín de la motivación humana

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  1. Día 1. Moshi

    Viandantes en una calle de Moshi
    Viandantes en una calle de Moshi - M. Á. B.

    En la plaza que bombea el flujo sanguíneo de esta ciudad situada en la falda del Kilimanjaro está la Torre del Reloj patrocinada por Coca Cola. La mirada escocida por el sudor se va a la espalda del anodino monumento, donde nuestro séquito de vendedores ambulantes nos ha dicho que se encuentra la montaña. Ni rastro de ella. Debería ser la postal que inundase el horizonte, pero en su lugar hay una panza de burro tamaño XXL. Tal vez el Kili no exista, quizá solo sea un sueño pegado con photoshop en un póster o en la portada de un catálogo turístico. ¿Quién puede creerse que en mitad de la sabana exista un volcán de 5.895 metros de altura con la coronilla cubierta de nieve? Uno de nuestros amigos de ocasión acaba de fijarse en un abalorio que llevo colgado al cuello. Su origen es peruano, así que ha hecho un largo viaje hasta Tanzania. Como ha desistido de venderme baratijas, me ofrece un intercambio, como en los viejos tiempos, cuando no había 20.000 mzungus (hombres blancos) al año intentando trepar el Kili y la economía era más de subsistencia que ahora. Le digo que es un amuleto que me ha regalado mi madre para darme suerte en este viaje y que, por lo tanto, no puedo deshacerme de él. El tipo lo entiende al instante y me muestra una sonrisa que provocaría pesadillas a un odontólogo.

    Dice la guía de Lonely Planet que Moshi «es un lugar agradable donde pasar un par de días». ¡Un par de días! Un par de horas de paseo por el centro nos parecieron más que suficientes a mí y a Javier, mi socio en esta aventura. Moshi tiene un templo hindú, una mezquita y la citada torre del reloj con el logo de un refresco que también esponsoriza los centros educativos (la ciudad cuenta con una de las mayores concentraciones de escuelas secundarias del país). Y ya. No he conocido ni un solo lugar fronterizo apetecible, salvo tal vez Ushuaia, en Tierra del Fuego, y sin exagerar. Los campamentos base como Moshi no sirven ni para aclimatarse, aunque no dudo que haya gente que disfrute dándose un baño de paisanaje porque forma parte del prestigio con que se «tortura» después a los que se han quedado en casa.

  2. Día 2. La selva

    Selva húmeda en las faldas del Kilimanjaro
    Selva húmeda en las faldas del Kilimanjaro - M. Á. B.

    Estoy en la aseada oficina de Mauly Tours en Moshi, a 850 metros de altura, y Samira, una de las agentes, me mira y me enamora al instante con sus ojos como faros y el almenado blanco y perfecto de sus dientes. Estoy en la arista que conduce a Stella Point, a 5.500 metros, una semana más tarde, y el recuerdo de Samira no me sirve de antídoto a la hipoxia y el agotamiento. Estoy en la selva, a 2.000 metros, unas horas después de atar los últimos cabos en Moshi y dejar atrás cafetales y plataneras, y tres colobos, los monos más elegantes del reino animal, me espían desde las ramas de gigantescas coníferas. La trocha embarrada serpentea entre helechos arborescentes bajo cuya sombra los excursionistas dan buena cuenta de su almuerzo: un sándwich, un huevo duro, galletas y zumo. La selva te ensaliva, pero, al menos, no hay mosquitos. Sólo los colobos con su librea negra y blanca. Godfrey, el guía, ya nos ha enseñado las dos primeras palabras en suajili. Los dos primeros mandamientos del Kilimanjaro. Pole pole (despacio) y maji (agua). Un paso, y después otro. Un trago, y después otro. Y así hasta el siguiente campamento, y así hasta los tres litros de líquido al día. Godfrey tiene más ascensiones que años, cincuenta y tantos por veintitantos, y el gesto adusto. Los porteadores escuchan su discurso sin rechistar, o repitiendo las dos últimas palabras de cada párrafo, como en un sermón del Bronx, y tiran para arriba con enormes bultos sobre sus cabezas mientras los mzungus se rezagan, sudorosos e hiperventilando.

    Godfrey asegura que pone al 98 por 100 de sus clientes en la cumbre, así que cuando le preguntamos sobre nuestras posibilidades nos mira de arriba abajo, y dice: «¿Por qué no?». Se me ocurren algunas razones, pero me callo. No hay acuerdo sobre el porcentaje de huellas dejadas sobre Uhuru Peak; algunas fuentes hablan de un 40-50 por 100 en la ruta Marangu, conocida como «ruta Coca-Cola», la más directa, popular y transitada, y que las estadísticas de Rongai y Machame son mayores, pero quién sabe. Machame es más larga, más rompepiernas, pero también la que permite una mejor aclimatación a la altitud y la que regala las vistas más impresionantes sobre el Kibo, el cráter principal del Kilimanjaro. Además, se duerme en tiendas de campaña, no en refugios, más en contacto con la naturaleza y a salvo de ronquidos y otros sonidos nocturnos si el compañero se concentra en dormir. Esa fue la ruta que elegimos para atacar la montaña. Pole pole debieron subir dos alemanes de 70 y 71 años. Vemos sus nombres en el libro de registro que hay en Machame Camp (3.000 metros), meta de la primera jornada. El récord, según el guía, está en los 85 años. Abundan los motores diésel. Canadienses, norteamericanos y alemanes.

    Estoy escribiendo a la luz de una vela en la tienda-comedor. Javier me acompaña en silencio. Dice que está reflexionando. Cuando se agota la vela sale a aliviar la vejiga y regresa entusiasmado. No por el éxito de la micción, sino por el cielo. Está lleno de estrellas.

    El cielo de África.

  3. Día 3. El leopardo

    Hilera de porteadores en el Kilimanjaro
    Hilera de porteadores en el Kilimanjaro - M. Á. B.

    Hemos subido de piso, de la selva húmeda al brezal y el páramo, y en la meseta de Shira, a 3.800 metros de altitud, se vislumbra por primera vez el Kibo, la «gran montaña nevada» que el astrónomo griego Ptolomeo citó en el siglo II en un escrito sobre una tierra misteriosa, habitada por caníbales, situada al sur de lo que hoy es Somalia. El mito adquirió viso de realidad tras las observaciones del misionero alemán Johann Rebmann en 1849, que son recogidas por la Royal Geographical Society. En los albores del siglo XIX Occidente seguía ignorándolo prácticamente todo sobre África. Pero algo cambió entonces en la actitud de los europeos, y en ese afán dieciochista por el conocimiento científico del mundo los británicos presentaron su candidatura inaugurando la época heroica de la exploración. Fue el tiempo de Livingstone, Burton, Speke, Grant y Stanley. Había muchos misterios que desvelar, pero hacía falta una «percha» incontestable. El supremo enigma geográfico no fue, en cambio, el Kilimanjaro, sino la ubicación de las fuentes del Nilo. Burton y Speke se entrevistaron en Mombasa con Rebmann, que había llegado hasta la base del Kili, para proponerle que se uniera a su expedición en busca del nacimiento del gran río, pero el recio pastor rehusó la oferta a pesar de que se le presentaba una oportunidad inmejorable de extender su acción evangelizadora. Los súbditos del Reino Unido siguieron a lo suyo, mientras que la gloria del techo de África correspondió a otros.

    Abriéndose paso en la selva y en el brezal ascendieron el geógrafo alemán Hans Meyer, el alpinista austríaco Ludwig Purtscheller y el guía local Yohana Lauwo hacia la ladera sureste, buscando un paso entre paredes imposibles y flujos de hielo, y después de atravesar el glaciar Ratzel pusieron el pie en Uhuru Peak, el punto más alto del Kilimanjaro. Era el 6 de octubre de 1889. En 1926, otro misionero alemán, Richard Reusch, encontró en el cráter principal el cuerpo congelado de un leopardo. ¿Qué presa iba rastreando cuando el frío le clavó todos sus puñales? El felino se convirtió en un símbolo literario cuando Ernest Hemingway publicó «Las nieves del Kilimanjaro», un cuento que reflexiona sobre el ocaso de los días y la mortalidad y cuyo epígrafe dice: «El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve, de 5.895 metros de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre en masai es Ngáje Ngái, la Casa de Dios. Cerca de la cumbre se encuentra el cadáver seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas».

    Tal vez en su escalada suicida buscó refugio en la cueva de Shira, donde pernoctaban los montañeros antes de que el Kili estuviera en los catálogos turísticos y sus laderas se vieran salpicadas de tiendas multicolores. Pero allí, en la boca de la cavidad volcánica, se respira soledad, y si la mirada se dirige al sur, a los escarpados bastiones rocosos que descienden desde la meseta hasta la llanura tanzana, uno se siente microscópico, una anécdota insignificante de las edades geológicas de esta montaña.

  4. Día 4. Senecios y lobelias

    Gigantescos senecios junto a Barranco Camp
    Gigantescos senecios junto a Barranco Camp - M. Á. B.

    El paisaje entre la meseta de Shira y Barranco Camp es deslumbrante. Nadie podría negar en estas soledades la primitiva belleza de las rocas torturadas, de esos ocres en apariencia monocordes y que, sin embargo, están llenos de matices. El camino discurre entre torres de lava petrificadas y laderas salpicadas de bombas volcánicas. Un caos tan ordenado que parece un decorado dispuesto por los espíritus del Kilimanjaro. Pienso que si alguna vez se inventara una máquina del tiempo se podría viajar al origen de las cosas que admiramos; esto valdría tanto para un volcán como para las pirámides de Egipto. Hemos salido temprano y apretado el paso para dejar a los turistas atrás y disfrutar de la caminata sin interferencias. Sólo algunos porteadores nos pasan como una exhalación. El monte Meru (4.566 metros) nos cubre las espaldas. Algunos lo utilizan como piedra de toque antes de afrontar el Kili, aunque en el esfuerzo se pueden quemar más naves de la cuenta. Además, la ruta Machame te pone al nivel del Meru antes de llegar a la jornada decisiva. En la travesía de hoy invertimos en aclimatación alcanzando los 4.530 metros en Lava Tower para luego descender a los 3.950 de Barranco Camp. La niebla nos envuelve mientra bajamos por coladas polvorientas, y el suelo se va cubriendo poco a poco de vegetación. Hasta llegar al asombro. Junto al campamento nos recibe un bosque de senecios gigantes, esculturas vivas de un mundo perdido y misterioso. Algunos ejemplares superan los cinco metros de altura. Cualquier criatura extinguida que se asomara entre sus tallos no desentonaría en absoluto. A sus pies, las fálicas lobelias atraen con su verdor a aves que buscan insectos y néctar.

    Al finalizar la etapa la bruma vespertina cede y sale el sol, descubriendo el Kibo, que parece un coloso inalcanzable con esas nieves perpetuas que sedujeron a soñadores, geógrafos y literatos. Un blanco que refulge en la distancia, un faro en mitad de la salvaje sabana africana. Pero el hielo tiene los días contados. Los glaciares del Kilimanjaro cubrían 12 kilómetros cuadrados hace un siglo; hoy apenas llegan a los 2 km², y los científicos piensan que se habrán derretido en 2020. «Oferta: últimas nieves en el Kilimanjaro» podría ser un buen reclamo turístico. El calentamiento global encabeza la lista de sospechosos, pero también se apunta a la escasez de precipitaciones y que el volcán, tal vez, esté despertando de nuevo. Si fuera así no sería necesaria una máquina del tiempo para rebobinar y ver la tormenta de fuego con que empezó todo... Aunque habría que salir por piernas.

  5. Día 5. La marea negra

    Porteadores en Barranco Wall
    Porteadores en Barranco Wall - M. Á. B.

    Sube la marea al alba. Una marea negra, jadeante, que no conoce el desaliento. Son los porteadores, equilibristas en los muros de roca. Algunos cargan bultos inverosímiles sobre sus cabezas (entre 15 y 20 kilos de peso, sin contar con sus pertenencias). Casi todos trepan con más rapidez y agilidad que el mzungu que los ha contratado y al que hidratan, alimentan y hacen la cama. Si hay un paso difícil no serán ellos los que caigan, como en las películas de Tarzán, sino el patán llegado del norte. El trekking del Kilimanjaro no presenta grandes complicaciones técnicas; el único paso peligroso de la ruta Machame se encuentra en Barranco Wall, y es allí donde estos nativos exhiben sus habilidades mientras los demás tenemos que usar las cuatro extremidades para no despeñarnos. Van discretamente equipados en contraste con el uniforme «decathlon» del primer mundo. Abundan las camisetas raídas y los forros polares de segunda mano sudados en decenas de ascensiones. Un chaval espabilado puede promocionar a guía asistente y, con suerte, tras cinco años de experiencia y si chapurrea un inglés aceptable, a guía principal. Eso supone más dinero y menos carga a sus espaldas. Desde el punto de vista del hombre blanco políticamente correcto el duro trabajo de los porteadores pisa el terreno de la explotación. Pero las «víctimas» tienen una perspectiva muy distinta y lo ven como una oportunidad económica. Las propinas que cosechan al final del viaje son vitales para la subsistencia de sus familias. Además, sin su concurso las posibilidades del 99 por 100 de los turistas serían remotas. A la marea negra más que a nadie pertenece la montaña.

    Acampar en el valle de Karanga (3.930 metros) es opcional, pero muy recomendable para consolidar la aclimatación y quitarse público de encima. La mayoría de montañeros sigue hasta Barafu Hut (4.600 metros), donde tendrán unas pocas horas de descanso antes de afrontar la extenuante etapa de cumbre: salida al filo de la medianoche, 1.300 metros hacia arriba y 3.000 hacia abajo, completando más de 13 horas de marcha. La escala en Karanga tiene premio no sólo desde el punto de vista práctico. La temperatura suave nos permite cenar fuera de la tienda-comedor. Sopa, arroz, pollo, verdura, fruta y un termo de té. A nuestra espalda, el Kibo librando su eterna lucha con la niebla. De frente, el Meru y la llanura tanzana bajo una luz crepuscular. En el cielo nacen las nubes, cambian de forma y desaparecen en jirones. Un momento mágico que uno querría envasar como si fuera un elixir de la felicidad; un remedio para las malas rachas.

  6. Día 6. El campo base

    Rumbo a Barafu Hut, con la mole del Kibo al fondo
    Rumbo a Barafu Hut, con la mole del Kibo al fondo - M. Á. B.

    Bebemos tanta agua y té por prescripción del guía que la salida nocturna a aliviar la vejiga es obligatoria. Resulta un fastidio, pero no hay forma de aguantarse. Así que me pongo el forro polar y las botas, doy media docena de pasos fuera de la tienda... y procedo. Ya. Lo correcto sería ir a las letrinas. Las hay incluso aceptables (traducción de «aceptables»: que no revuelven el estómago). Quien no soporte esas pequeñas casetas de madera con un agujero en el suelo puede resolver las llamadas de la naturaleza... yendo a la naturaleza. El caso es que... por la noche no hay debate. Combato el frío del momento observando el cielo estrellado y las luces de Moshi y otras poblaciones que están tres mil metros más abajo. Luego regreso al saco y reinicio la lucha contra el insomnio, cortesía de la altitud.

    La etapa más corta de nuestro trekking, preludio del tour de force que empieza esta misma noche, resulta de lo más satisfactoria por la ausencia de turistas. Aunque tiene tramos de duras cuestas completamos el recorrido en apenas dos horas y media. A las 11 de la mañana ya estamos en Barafu Hut (4.600 metros), que podría considerarse el auténtico campo base del Kilimanjaro. Aquí se sitúa el punto de inflexión de la aventura. Hasta ahora la caminata ha sido una broma si la comparamos con lo que nos espera. Este campamento, rocoso y expuesto, es el menos acogedor de toda la ruta. Al llegar vemos excursionistas con el rostro descompuesto y caminando torpemente. Gente que ha renunciado a la cumbre. Los porteadores esperan instrucciones de los guías para enfilar cuesta abajo. Nos recibe Livingstone, el camarero de nuestra pequeña expedición, con su sonrisa de anuncio y dos palanganas de maji moto (agua caliente) para asearnos. Se esfuerza en enseñarnos palabras en suajili. Al rato vuelve con un termo de té y un plato de palomitas de maíz. Asante sana (muchas gracias). El día avanza perezosamente. A las ocho de la tarde nos metemos en la tienda a descansar.

    A las 22:30 decido que no puedo dormir más. ¿Más? En realidad, no he pegado ojo. El camarero vendrá dentro de un rato con la maji moto para quitarnos las legañas. Voy preparando las cosas con calma. Cuatro capas arriba: dos camisetas térmicas, el forro polar y el chaquetón. Tres abajo, incluyendo el pantalón del pijama. Creo que Godfrey exagera, pero no quiero correr riesgos. Guardo el saco y todo lo que no necesito en la bolsa de viaje y espero en silencio la llamada del risueño Livingstone.

  7. Día 7. Asalto a la cumbre

    Cráter del Kilimanjaro con sus últimos hielos
    Cráter del Kilimanjaro con sus últimos hielos - M. Á. B.

    23:30. Los cristales de hielo que cubren la tienda comedor brillan a la luz de la linterna. Hace frío. O quizás son los nervios. O las dos cosas. Después de echarnos unas galletas y un té al coleto iniciamos la ascensión poniendo nuestras huellas sobre las de Godfrey en la trocha polvorienta. Pole pole, con la cámara y tres litros de agua en la mochila, parte de los cuales iremos derramando para quitarnos peso, poco a poco, con alevosía, sin que el guía se percate de nuestro delito. La noche —esa noche impagable de África— está llena de estrellas, pero es necesario llevar la linterna frontal encendida para prevenir accidentes. El dichoso trasto me aprieta las sienes. Lleva una pila de petaca en las tripas. Cargo con otra de repuesto. ¿Será suficiente? ¿Y la ropa de abrigo? Después de superar un pequeño caos de rocas nos topamos con el primer muro. Vamos tan lentos que parecemos astronautas en la Luna. Alcanzamos una plataforma y, enseguida, las rampas donde pasaremos las próximas horas en silencio, porque hablar significa la asfixia, rumiando cada uno la noche como Dios le da a entender.

    3:00. Hemos superado los 5.100 metros de altitud. La cabeza me empieza a doler y en uno de los maji time (paradas para beber, muy cortas para no enfriarnos) me meto una dosis de codeína. Un pobre remedio. Detrás, la Santa Compaña procesiona en la aplastante oscuridad de la arista. Abajo, parece Navidad en Moshi y otros pueblos de la llanura. ¿Habrá alguien allí que esté pensando en la batalla que se libra en la montaña? Algunos ya la han perdido. Nos cruzamos con un guía que lleva de la mano a una mujer zombi de vuelta al campamento. Otro tipo está sentado en una roca negociando el armisticio. Dice que se marea y que está helado. Los porteadores cuentan con camillas metálicas con rueda de bici de montaña para casos extremos. Me pregunto cómo conseguirán salvar los tramos más pedregosos con ese artilugio sin que el enfermo de altura se les despeñe.

    4:00. 5.500 metros, más o menos, porque el altímetro puede mentir o los ojos engañar. El socio empieza a tambalearse y a pararse a menudo para recuperar el resuello. Luego contaría que en esta hora dramática sufrió alucinaciones. En cada roca veía una sucursal de unos grandes almacenes.

    5:00. Más de 5.600 metros. El dolor de cabeza no ha desaparecido y el corazón late desbocado. Mejor no contar las pulsaciones. Paro cada diez o quince pasos para estabilizar la situación. Siento que unas manos invisibles que surgen del suelo me agarran de los tobillos. Una mirada al este, en busca del amanecer, de la luz de la esperanza, pero solo se adivina la tortuosa silueta del Mawenzi.Maji time, se escucha en un susurro. El agua de la botella parece un granizado con sabor a pastilla potabilizadora.

    6:00. «Don't sleep», exclama Godfrey. Parado, apoyado en los bastones, sorbiendo mocos convertidos en escarcha, la tentación de abandonarme es muy fuerte. Un gallego con el que nos cruzamos dice que se ha dormido en la ascensión. Tiene la cabeza ladeada, como aquel compañero del periódico al que llamábamos «el Tumbaíto». Probablemente la inercia guió sus pasos mientras apoyaba el mentón en el pecho. Nuevo vistazo al este, a la boca del lobo. Y arriba. ¿Eso es un collado o sólo una joroba en la arista y después viene otra rampa más? «¿Eso es Stella Point?», pregunto. Godfrey asiente. Stella Point, el borde del cráter, 5.795 metros. Hay quien dice basta al llegar allí.

    6:55. Los últimos cien metros de desnivel han sido un calvario, pero, inopinadamente, al olor del destartalado cartel de la meta, Uhuru Peak (5.895 metros), la adrenalina le dobla el pulso a la fatiga y me permito un discreto sprint. Los miembros de nuestra pequeña expedición nos fundimos en un abrazo, emocionados. Hay unos veinte montañeros en la cima disparando sus cámaras, intentando robarle el alma al techo del continente, posando para la posteridad. «Ahora mismo no me gustaría estar en ningún otro lugar», sentencia Javier. El sol, al fin, quiebra la oscuridad e ilumina el decorado. Castillos de hielo azul se levantan sobre el lecho volcánico, y un anillo de nubes teñidas de rojo se extiende hacia el infinito por debajo del mirador de África. De repente, a pesar de estar embotados por la hipoxia, la respuesta a Hemingway se revela clara como el amanecer. Ya sabemos lo que buscaba el leopardo en estas alturas.

  8. Día 8. El descenso

    Bajada a Barafu Hut desde la cumbre del Kilimanjaro
    Bajada a Barafu Hut desde la cumbre del Kilimanjaro - M. Á. B.

    Godfrey, el guía que no usa reloj, está obsesionado con el tiempo. «Cinco minutos para las fotos. Hay que iniciar el descenso cuanto antes». Pero... ¿por qué? Quiero decir: ha amanecido sobre África y estamos presenciando el milagro desde la cumbre del Kilimanjaro. ¿Qué prisa hay? Ya ni siquiera me duele la cabeza, o he metido ese problema en el desván. Me muevo deprisa, jadeando. Disparo y me disparan. Me gustaría ir al fondo del cráter y tocar el glaciar, confirmar que es una muralla de hielo y no un decorado de cartón piedra, pero Godfrey me advierte de las pocas naves que me quedan a pesar de creerme dueño de la Armada Invencible. Veinte minutos después llego a la conclusión de que el guía tiene razón, que el trabajo está a medio hacer y estoy sufriendo una especie de narcosis de nitrógeno. Hay que bajar.

    En Stella Point envío varios SMS a familiares y amigos. La bajada a Barafu Camp se realiza por otro lugar, impracticable para la ascensión, pero cómodo ahora, siempre que uno esté dispuesto a darse un baño de polvo volcánico. Se trata, básicamente, de «esquiar» sobre arena. A pesar del cansancio, el descenso es rapidísimo. Tardamos poco más de dos horas y media en desandar lo que la noche anterior nos costó siete horas y media. En el campamento, Livingstone nos espera con un refrigerio y nos da la enhorabuena. Descansamos un buen rato y nos lanzamos pendiente abajo hacia Mweka. La última parte del recorrido se hace dura. Hemos regresado al páramo y el brezal. El camino está embarrado y las rodillas piden clemencia a cada paso.

    Mweka Camp parece otro mundo. Otra montaña. Hemos descendido casi 3.000 metros desde la cumbre y nos hallamos al borde de la selva húmeda. Es un campamento grande y animado, nutrido por gente que baja y otra que está de excursión en las faldas del Kili. Nos aseamos un poco, cenamos y nos quedamos un buen rato de tertulia en la tienda comedor comentando la fabulosa experiencia vivida.

    El día después amanecemos sin daños importantes, salvo unas agujetas que habríamos firmado antes de empezar. Nos hemos fotografiado con la tropa de Godfrey después de la ceremonia de las propinas. Dice la teoría que no conviene salirse de las cantidades recomendadas por las agencias turísticas, porque si somos demasiado generosos dejaríamos mal a los siguientes clientes, pero... ¿qué recompensa merece el sacrificio de los porteadores? Al final decidimos una cantidad algo superior a la aconsejada, pero injusta en cualquier caso. A los futuros visitantes les dejamos la montaña tal como la encontramos. Y eso es más que suficiente.

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