Festival de Bayreuth: El mundo de Thielemann

Christian Thielemann reinterpreta su obra favorita tres años después de dirigirla en la Ópera de Viena

Escena de «Tristan e Isolde» ABC

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Christian Thielemann ha reflexionado a fondo sobre «Tristán e Isolde» , durante mucho tiempo su ópera preferida. Cuenta que tras dirigir la obra en la Ópera de Viena en 2012, decidió olvidarla durante un tiempo: la intensidad de semejante partitura había convertido la relación en insoportable. La vuelta, tres años después, se produjo en Bayreuth. Es difícil imaginar un mejor escenario para el reencuentro. Thielemann maneja el sonido blando del Festspielhaus con un encanto sobresaliente. Es una experiencia difícil de olvidar escuchar el preludio naciendo desde la nada para sosegarse sobre el fatídico acorde con la sensación de haber penetrado en un espacio sin dimensión; observar la transparencia con la que se superponen la voces y aún crecer con la ansiedad de un «tempo» aparentemente retenido flotando sobre la certeza rítmica que brota desde las regiones más graves de la orquesta. Y aún hay algo superior que nace de esa imposible dialéctica entre el esfuerzo por tratar de analizar lo que allí sucede y la respuesta de una fuerza potente, embriagadora, que obliga a la sumisión. Thielemann busca una impresión apolínea, su «Tristán» quiere elevarse a veces sin destino en el prolongado dúo del segundo acto, para luego abandonar la metafísica y palpar la realidad en la tragedia del tercero. Hay momentos sublimes y, también algo incontrolado, una inevitable sumisión a las circunstancias del momento.

Sorprende que Thielemann , tan capaz de imponer su criterio por encima de cualquier opinión, aceptase en su día el esfuerzo imposible de cohesionar una producción terriblemente descompuesta como la de Katharina Wagner . Tanto se ha escrito sobre ella que apenas merece la pena insistir en lo básico: la incoherencia semántica y estética entre los actos. De la escalera de Escher, donde todos se ven y apenas se encuentran (en realidad los amantes se besan una y otra vez de manera infructuosa hasta que beben la pócima); al feísmo de la fortaleza vacío-sideral donde el gran dúo y posterior monólogo de Marke alcanza cotas de banalidad sobresalientes, para acabar con el juego de imágenes virtuales (subconsciente del héroe) que nacen de un Tristán que muere una y otra vez, antes de ser depositado en una especie de catafalco abatible donde Isolde todavía se hace con él antes de cantar su muerte y salir arrastrada de la mano de Marke.

No puede ser el escenario preferido de Thielemann, a no ser quiera demostrar al espectador con los ojos cerrados el principio inalienable de que en «Tristán e Isolde» la orquesta es la protagonista. Sucede cuando se observa la comodidad con la que el director lleva a los cantantes a su territorio y les marca el destino. Algo menos cuando se ve obligado a entrar en conflicto. Por eso flota una sensación de alivio al escuchar cómo Brangäne alerta a los amantes en el segundo acto. Christa Mayer tiene la voz en su sitio, el color justo, el volumen suficiente, la calidad exigible. Luego René Pape emite el monólogo de Marke con la inteligencia de llevar la música a un espacio cómodo donde se alivian los pequeños desgastes vocales. La claridad de la dicción, la sensatez de la interpretación y la autoridad siguen siendo su gran aval. Frente a los dos, Petra Lang acaba por chillar a Isolde y desestructurar el «Liebestod». Al segundo acto llega desafinada después del ímprobo esfuerzo del primero donde busca un voluptuosidad que no encuentra. Su mérito es la resistencia y la presencia vocal. Más o menos, lo que le sucede a Stephen Gould a quien, atisbando rasgos de noble expresión se inclina por la tosquedad y la ejecución de un Tristán de poco refinamiento. Su Tristán es de timbre curtido, con arrestos. «O diese Sonne!» se convierte en un ejercicio de voluntad en alguien que llega ya desgastado. A todos, en este Bayreuth que dicen de especialistas, se les aplaude con arrebato. Alguien se equivoca en el juicio.

Por eso es tan importante la cultura de la escucha que desde 2008 viene fomentando en Bayreuth el proyecto «Richard Wagner für kinder». El encuentro se produce en una sala de ensayos del Festspielehaus donde, este año, Katharina Wagner y Markus Latsch han reinventado «Tannhäuser». Marko Zdralek ha hecho un arreglo musical para treinta instrumentistas de la Brandenburgisches Staatsorchester Frankfurt que dirige Boris Schäfer . La concentración de los tres actos en una hora de espectáculo implica un escenario en el que tan importante es narrar como interactuar con los espectadores. La alegría de todos es formidable, viendo a los personajes vestidos con los figurines seleccionados en el concurso hecho en colaboración con la Fundación Fair Play. Aquí el aplauso a solistas como Hans-Georg Priese (Tannhäuser) y Caroline Wenborne (Elisabeth) es verdaderamente sincero. No hay condicionantes previos. Con los niños las cosas gustan o no la noble historia de «Tannhäuser» tiene un éxito formidable.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación