Rosalía, junto a Raül Refree, durante su concierto en el Auditorio El Batel de Cartagena
Rosalía, junto a Raül Refree, durante su concierto en el Auditorio El Batel de Cartagena - PABLO SÁNCHEZ DEL VALLE

La mar de músicasRosalía, flamenco que sabe a sangre

La cantaora de la que todo el mundo habla conmovió en La Mar de Música, junto al guitarrista Raül Refree, con un concierto tan austero como emocionante centrado en la idea de la muerte

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Rosalía no es La Niña de los Peines, vale. Tampoco Raül Refree es Diego del Gastor o uno de los guitarristas de Pepe Marchena. Algunos incluso dudan de que sea flamenco lo que hacen, y puede que tengan razón, pero qué más da si conmueven tanto como aquellas viejas seguiriyas de La Tía Anica, junto a Manuel Morao, cuando la cantaora de Jerez se pasaba el pañuelo por los labios, como si de Louis Armstrong se tratara, y decía: «Cuando canto a gusto la boca me sabe a sangre».

Escuchar a Rosalía duele. Puede que incluso Rosalía también sangre cuando interpreta los cantes antiguos sobre la muerte que ha recuperado para su primer disco, «Los Ángeles».

Esa es la sensación que daba este domingo en el Auditorio El Batel, en la tercera jornada de La Mar de Músicas, con todo el público sumido en un silencio sepulcral mientras escuchaba, atento, a la joven cantaora catalana desgarrarse por dentro con versos como «que nadie me vaya a llorar el día que yo me muera», «un cuchillo le clavé, porque me engañó con otro» o «¿por qué no te despiertas, hermanito? Que se ha muerto nuestra madre».

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No hubo saludos. Tampoco hubo palabras ni explicaciones sobre los cantes, ni cuando comenzó el concierto con « Si tú supieras compañero», ni después. Creo que nadie los echó en falta. Si Refree tenía que afinar entre tema y tema, Rosalía se le quedaba mirando fijamente en silencio, con la misma quietud que observaba después al guitarrista nacido del hardcore y convertido al flamenco por gracia de Pepe Habichuela —«tendrías que hacer algo con esta manera de tocar que tienes», le dijo— estirar los arpegios de « Nos quedamos solitos», sonando tan cerca de Bill Callahan como de la versión menos virtuosa de Tomatito.

Este singular sonido es la consecuencia de aquellas tardes enteras escuchando música, en las que no pensaban en tocar ni mucho menos en grabar un disco, tan solo en disfrutar de las coincidencias que hallaban en sus listas de Spotify, donde se encontraban tanto a Pepe Marchena como Kanye West o Kendrick Lamar. «¿En serio oyes esto? Yo, también», se decían. ¿Y si es Rosalía una versión aflamencada de Joanna Newsom?

No importa. En ese silencio casi ceremonial del concierto cartaginés, el público se emocionó igual escuchando « Por mi puerta no lo pasen» o « Por castigarme tan fuerte», canciones del debut de esta cantaora que, según coinciden expertos y modernos, encabeza la última revolución del flamenco (con permiso de Rocío Márquez o el Niño de Elche). Y eso que Pepe Habichuela, después de escucharla un día lanzarse con una bulería por soleá en su casa, le dijo, en un piropo que a ella le supo a gloria, que cantaba «como las viejas». Y puede que lleve razón, pero una capaz de colaborar con el rapero C. Tangana o versionear a Bonnie «Prince» Billy.

No había prisa en El Batel. Los minutos transcurrían bonitos, muy sentidos, aunque apenas viéramos una sonrisa cómplice entre ambos o escucháramos solo un «¡olé!» desde la primera fila —supongo que no se celebran las cosas de la muerte— o un par de «gracias» de la protagonista arrancandos a la fuerza por las ovaciones del público ante la interpretación de temas como « Aunque es de noche» o « Día 14 de abril».

Dos o tres veces se levantó Rosalía de su silla, dejando ver su atrevido traje blanco, ceñido en la cintura, amplio en las mangas y con forma de campana en los pies, para cantarle de cerca a los espectadores « Te Venero» o « La hija de Juan Simón». «¡Guapa!», interrumpió alguien desde el anfiteatro, en el que podían verse tanto a veinteañeros tatuados como a algún matrimonio gitano de más de sesenta. Y es que parece que el flamenco de la cantaora (o cantante) conecta con todos. Tanto que suena « Catalina» y los aplausos se alargan más de un minuto después de ver a Rosalía con la mano en el pecho, los ojos cerrados y quieta como una estatua de sal, entonando: «Ponme la mano aquí, que la tienes fría. Ponme la mano aquí, Catalina mía. Mira que me voy a morir...».

Porque los cantes «güenos», decían los maestros antiguos, surgen de la pena, de dolor más profundo. Y si el El Niño de la Huerta, Antonio Chacón, Paco Toronjo o la misma Niña de los Peines hubieran resucitado sobre el escenario de El Batel este domingo, quién sabe, señores puristas, puede que no se hubieran llevado las manos a la cabeza.

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