Lady Gaga, una diva sin estridencias y sobrada de recursos

La cantante conquistó el Palau Sant Jordi en el primer concierto del tramo europeo de la gira «Joanne World Tour»

David Morán

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Hubo un tiempo en que la rareza cotizaba al alza en el universo estético y estilístico de Lady Gaga y la neoyorquina lo mismo sacaba a pasear por el escenario una suerte de cefalópodo mutante que transformaba el desmadre de «The Rocky Horror Picture Show» en un delirio repleto de sangre de mentirijilla y reverencias al feísmo extremo. Eran tiempos, decíamos, de óperas-rock conceptuales, vestidos de bistec y reñidas pugnas por intentar hacerle sombra a Madonna a la hora de convertir pabellones deportivos en despendolados y ruidosos bailes de disfraces.

Las cosas, sin embargo, han empezado a cambiar para Stefani Joanne Angelina Germanotta: desgastada por los flashes de la fama (no así por los de los fotógrafos profesionales, vetados una vez más a la hora de cubrir el concierto) y dispuesta a exhibir su perfil más humano, la cantante ha diseñado este «Joanne World Tour»» como una suerte monumento a su transformación.

Un cambio que la propia artista se encargó de anunciar en cuanto se apagaron las luces del Palau Sant Jordi -«no me llames Gaga, llámame Joanne» , pudo oírse mientras una gigantesca cuenta atrás apuraba segundos- y que, además de para estrenar la gira europea y recuperar las fechas que suspendió en otoño por un brote de fibromialgia, sirvió para reencontrarse en Barcelona con una Lady Gaga con unas cuantas capas de maquillaje de menos.

Así, sin estridencias y con buena parte del protagonismo concentrado en un espectacular escenario repleto de pantallas flotantes, plataformas móviles, podios retráctiles y rayos cegadores, la estadounidense se arrancó con «Diamond Heart», se colgó la guitarra para subirle la temperatura al funk embrutecido de «A-YO» y despachó a las primeras de cambió una «Poker Face» de cuerpo robusto y coreografía gimnástica. Un arranque con las revoluciones al máximo para meterse al público en el bolsillo y tomar impulso para medir por enésimo vez el índice de pegajosidad de «Alejandro», recuperar su teclado portátil en la expansiva «Just Dance» y aligerar los cambios de acto (y también de vestuario) con vídeos autorreferenciales.

El menú, un parcheado de pop sintético, electrónica ácida y rock endurecido al servicio de himnos de acción directa como «Telephone», «Born This Way» y «Paparazzi», apenas presentaba novedades, pero sí que cambió la manera de servirlo. Y es que, como si hubiera enviado al banquillo su catálogo de excentricidades, la cantante se reivindicó como diva total capaz de conquistar al público sin necesidad de sacar a pasear su orgullo freak.

En lugar de eso, se trajo una elegante escenografía salpicada de neones, perfumes jamaicanos para envolver «Dancin’ In Circles», tres puentes flotantes que conectaban el escenario principal con otras tres tarimas secundarias, y exhibiciones de voz y piano como la cabaretera «Come To Mamma» o esa «The Edge Of Glory» que quiso dedicar a las víctimas del atentado de Barcelona y quienes han vivido alguna tragedia.

Se podría pensar que ha sacrificado parte de su singularidad para acercarse a una dimensión más homologable del pop de estadios, pero bastaba con verla flotando sobre la pista al ritmo de «Angel Down», exprimiendo toda la emotividad de «Joanne», parloteando sin parar con el público o alternando el baile dislocado de «Bad Romance» con la delicadeza de «Million Reasons», con la que se despidió, para convencerse de que, en efecto, tiene recursos suficientes como para quitarse cuantas máscaras quiera. En Barcelona, sin ir más lejos, triunfó como siempre, sí, pero conquistó a la audiencia como nunca.

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