CRÍTICA DE MÚSICA CLÁSICA

Ibermúsica: la esperanza de un tiempo nuevo

La Orquesta Sinfónica de Castilla y León, con la dirección de Andrew Gourlay, estrenó la Cuarta sinfonía de Jesús Rueda

Andrew Gourlay ABC

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Hace casi una década que el compositor Jesús Rueda (Madrid, 1961) no escribía una sinfonía. El dato coincide con los años de crisis económica que tantos estragos ha dejado en la música y aún manifiesta. Previamente, Rueda y sus coetáneos, tras los primeros triunfos en los noventa, se hicieron fuertes construyendo un catálogo sinfónico que las orquestas se disputaban defendiendo la «cuota» de música española que cualquier organización mínimamente implicada asumía sin más discusión. Entonces la palabra sonaba fea por lo que suponía de obligación antes que de convencimiento, pero salvando este pequeño detalle de concepto el cometido sirvió de acicate a la generación de un repertorio que vivió una época de esplendor de la mano de compositores que pudieron entrenarse en el difícil mercado orquestal.

Hoy no es posible, pues lo que está de moda es la economicidad de la gestión , de tal manera que las programaciones de nuestras orquestas (salvo muy, muy contadas excepciones) están saturadas de beethovenes, brahmses y chaikovskis (como sucede en buena parte del mundo y no solo en España, bien es verdad). Qué nadie se asuste: tampoco se pretende sustituir los grandes nombres por otros nuevos, pero es que ni tan siquiera se hace el esfuerzo por echar imaginación buscando el maridaje en un mismo programa de un arte consolidado con otro cuya voluntad creadora no es otra que caracterizar, desde un perspectiva musical, el tiempo presente. Exactamente igual que lo hace un diseñador que muestra en la pasarela las últimas creaciones o un cocinero de postín que inventa un novedoso y nitrogénico plato.

Rueda acaba de estrenar su cuarta sinfonía, después de años de silencio sinfónico y casi creativo . Es lógico: tras la mirada grande y noblota de la persona hay una sensibilidad al ambiente y a las circunstancias incluyendo las personales. El estreno lo ha facilitado Ibermúsica que, paradójicamente, tiene ganado a pulso el estigma del conservadurismo (sólo hay que recorrer la presente temporada para comprenderlo), pero que ha añadido a su cotidianeidad y por primera vez la figura del compositor residente incluyendo el encargo y estreno de una composición. « July » es ya el apéndice lógico a la tres sinfonías de Rueda que marcaron una época en los dos mil, y que escuchadas hoy emocionan más aún de lo que lo hicieron en su momento, por su vitalidad, densa expresividad y arrebatadora energía .

En ese contexto, sería muy apetecible volver a escuchar esta cuarta sinfonía «July», pues hay mucho que dilucidar en esta música de entrada tan sólidamente contradictoria. Apenas cuatro acordes conforman la obra que desde el mismo arranque se constituye en una suerte de variaciones, en tres movimientos, en las que se hace palpable el esfuerzo intelectual del compositor por ceñirse al procedimiento y apurarlo. Para Rueda, la sinfonía es un género que conlleva una dimensión formal importante y un estilo capaz de actuar como fin de ciclo. «July» asume el trabajo de algunas pocas obras previas que han transitado por la repetición como mecanismo generador de la narratividad musical. Lo cómodo sería hacer referencia al minimalismo , pero además de simplista sería falso. La apariencia de inmediatez apenas es el revestimiento a un imbricado mecanismo que eclosiona en la irregularidad rítmica de muchas células que se contraponen a la simétrica estabilidad del motivo generador, y en la densidad de una textura orquestal espesa, cerrada y de formidable clarividencia tímbrica. Por eso, «July» necesita trabajarse en sus muchos detalles, clarificar planos, hacer visible el enmarañamiento .

La Orquesta Sinfónica de Castilla y León procedió en el estreno con una lectura suficiente y correcta, tras la que el director Andrew Gourlay dejó la sensación de haber surfeado por una música que es mucho más que una fluida continuidad de oleadas de temperamento sobre las que flota la memoria de viejas aficiones, algunas próximas a resonancias «jazzísticas» y más urbanas. En esto se confirma que la conciencia artística de Rueda permanece indisociable a su propia vitalidad. El compositor lo explica con palabras como plenitud, esplendor, color y calor. La música, la relevante existencia de esta partitura, añade otros sentidos positivos que hablan de independencia, certidumbre e inspiración.

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