Bob Dylan, por los siglos de los siglos

Emoción, energía, delicadeza, sutileza y brío en el concierto del bardo de Minnesota en Madrid

Bob dylan, en su gira española Word

Pablo Carrero

A Dylan no hay que ir a verle porque puede que esta sea la última vez (como ha pasado con los Rolling Stones durante las dos o tres últimas décadas). No es el caso del de Minnesota, que pareciera que va a quedarse por aquí, cantando con su voz única y escasa y tocando el piano, la guitarra y la armónica por toda la eternidad; a Dylan hay que ir a verle porque siempre da y porque casi siempre es diferente, porque, aunque cada vez se aferre más a un guion más o menos fijo, siempre hay margen para que en cada una de sus actuaciones sucedan cosas memorables y porque el propio Dylan es como el viejo amigo que nunca deja de venir a visitarte de vez en cuando, con una regularidad pasmosa, confortablemente entregado a una gira interminable –ese « Never Ending Tour » que arrancó en junio de 1988 y que, efectivamente, pareciera que va a prolongarse por los siglos de los siglos.

La incómoda sensación de que Dylan funciona como si activara un piloto automático parece haberse instalado últimamente entre quienes no se pierden ninguna de sus comparecencias. Anoche, sin embargo, Dylan pareció más firme que en otras ocasiones, agarrando fuerte las riendas de un concierto al que le faltaron, sobre todo, las canciones que sus seguidores no dejan de esperar –la esperanza es lo último que se pierde–, pero en el que lo demás estuvo realmente bien.

A por todas

Para empezar, el escenario del Auditorio Nacional ofrece una acústica y una visibilidad de las que, lamentablemente, no es frecuente disfrutar en conciertos de rock. Además, acaso también espoleados por el marco, Dylan y su excelsa banda –todos ataviados con impecable traje azul y sombrero– salieron a por todas, dispuestos a poner toda la carne en el asador.

La otra gran noticia es que, si bien apenas sonaron unos pocos clásicos de sus discos imprescindibles, al menos sí pasó igualmente de refilón por sus tres últimas entregas, aquellas en las que recupera el repertorio popularizado por Frank Sinatra , y que lo cierto es que no se trata de algo particularmente atinado y emocionante.

Sí hubo anoche, pues, emoción, energía, delicadeza, brío, sutileza y algo de esa magia que corresponde solamente a los más grandes, por mucho que ellos mismos se empeñen en rebajar las expectativas del respetable. ¡Qué fácil sería para Dylan –y qué bonito para su público– hacer un concierto con veinte o veintidós de sus mejores y más conocidas canciones!

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