NIETO
Darán Que Hablar

«Lo nuestro es sangre de club»; por Rubén Martin Giráldez

En este primer relato de la serie literaria de ABC del Verano, el autor rememora un episodio de su niñez en un parque, con un grupo de amigos y con un singular protagonista

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Uno no está obligado por nacimiento a ser buen orador a menos que su profesión sea la de orador. Mi primer sermón fue a los siete años en Cerdanyola del Vallès y me tocó el papel de recipiente y no el de veneno. Por entonces me ufanaba yo de sellar mi carnet de baile en un parque cerca de la calle Escuelas con constancia infantil y basta, que no soy yo quién y tú, lector, menos. En estos parnasos de la rodilla pelada hay, además de estupendos primeros oradores, también niños irreflexivos que no tienen muy claro si sus fullerías en el in-game pueden incapacitar o discapacitar a otros, les es indiferente ese matiz, pero eso es otro cantar y me falta bardolín para tanto estro.

Supongo que prohibimos participar al gordo en lo que fuese que nos tuviese ocupados en aquel momento y eso convirtió al gordo en conferenciante, rellenamos el depósito de su improvisación.

Sospecho el motivo de nuestra antipatía a primera vista: excedía el gordo en dos años la edad de cohabitación recomendada por nuestros prestatutos. ¿Venía recomendado? ¿Alguna autoridad infantil podía responder por él? ¿Qué sabíamos nosotros si había aprendido a jugar entre mercenarios o entre mecenas de los parques, ni qué grado de maestría en solaces detentaba? Su porte era el del expulsado, la percha arquetípica de los ambuladores que periódicamente nos llegaban desde la plaza Sant Ramon. Nuestra casta diplomática ya había pasado por malas experiencias en antiguos intentos de diálogo, transmitidas las actas de boca en boca durante generaciones que son, en nuestro caso (el caso de la infancia, digo), poco más que trimestrales. Desconfianza duramente aprendida y ratificada, por tanto, y no capricho.

Cuando el gordo se vio rechazado por el grupo en cuclillas, sanedrínico a más no poder, empezó a retroceder sin dejar de hablar y acumular una energía funesta. Su voz de gordo no nos llamó la atención al principio, los niños admitimos y desestimamos relaciones con facilidad, al amparo de un clientelismo de estirpe romana. Por lo visto —hoy tengo acceso a los anales completos—, aseguran los testigos que el gordo dedicó un brevísimo preámbulo a dolerse en voz alta, dramáticamente, por lo inadmisible de nuestra actitud. Invocó las desoídas —«desoídas» es cita textual— leyes de la hospitalidad. Acto seguido, desgranó un elogio de las virtudes por las que era conocido en otros parques y veló, cuando lo interpelaron al respecto, toda referencia al verdadero motivo de su exodus loser por los patios. Sin transición (y ahí coinciden todos los testimonios recogidos), pasó a elaborar una amenaza con tintes de maldición. Fue entonces cuando reparé en su voz. Estaba en el centro del parque con los ojos cerrados y los brazos gordos en cruz. Decía que ya podíamos echar a correr, que iba a contar desde sesenta hacia atrás y que, cuando llegase al uno, nos miraría con los ojos en rojo. Alguien le interrumpió para apuntar que «con los ojos rojos», querrás decir, y él chasqueó la lengua con una exasperación adulta que, más tarde, cuando ya no había remedio o cuando ya hubo mucho menos remedio que al principio de la tarde, algunos comentarían que les indujo a detectar «algo de distinguido» en el gordo, algo menos gordo en el gordo y repitió que no, que con los ojos en rojo.

«Como con los ojos en blanco, pero con los ojos en rojo, y punto.»

Así, como él lo quiso, ha quedado transcrito para siempre. Leído suena a quejumbre, pero haceos una idea, haceos otra idea: por más que fingiésemos estar divirtiéndonos a costa de aquel chaladomante, lo cierto es que nos esforzábamos por parecer concentrados en nuestro juego escuro. Le dábamos de nuevo la espalda y alas a su elocuencia. Nos mirábamos los relojes. Ya no veíamos nuestra sombra en los mosaicos del suelo. Algunos decían que se les hacía tarde y se iban a cenar intentando disimular prisa y cague. Las farolas se encendieron a las seis por ser invierno. Ahora era tarde de verdad para dos o tres de nosotros, nuestras familias nos esperaban en casa, pero el gordo sin piedad nos impedía marcharnos con honores.

Sabemos por los minucieros que nos sucedieron en la custodia del parque que aquel casandro desapareció algún tiempo después «con motivo de una enfermedad infantil» (así formulado, como si el orate se hubiese visto en la disyuntiva de celebrarla o padecerla).

Para ser sinceros, cerca del quince (catorce), yo tenía ya los nervios destrozados de tanto fingir indiferencia; me aterrorizaba la posibilidad de ver los ojos del gordo en rojo, pero no podía irme y perder mi preeminencia entre las gentes mejor clasificadas del parque. En el centro, junto a la fuente donde beben los perros, el gordo granaba un número en otro, inmóvil y amenazador. Pablos empezó a empujarnos hacia la calle del garaje; los más asustados aprovecharon su superioridad física para, protestando con poca convicción, escapar de espaldas pero casi en estampida. Yo me negaba a abandonar el recinto; Pablos me sacaba de allí arrastrado por el altsacuellos; yo le gritaba que ahora quería verlo, que quería saber qué hacía aquel gordo imbécil hijo de poltergeist cuando abriese los ojos y se los viésemos completamente normales; Pablos, mucho más bregado que yo, más consciente de lo poco relevante de una difamatio, del todo indiferente a los secretos de cerdo a voces, harto ya a tan corta edad de meterse en jardines de once varas, me pegó la boca a la cara para que viese cómo su lengua arrollaba el idioma: «Nos vamos nos iremos nos fuimos», consciente de que esa frase era absurda entonces, pero no hoy que sólo uno de los verbos conjugados queda en pie.

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