Luis Alberto de Cuenca: «No salimos de la censura, ahora hay censura social»

El poeta presenta «Bloc de otoño», un compendio de sus últimos versos, una mirada al mundo desde «la atalaya de los sesenta y tantos»

Luis Alberto de Cuenca, fotografiado en su despacho después de la entrevista con ABC Ernesto Agudo
Bruno Pardo Porto

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Luis Alberto de Cuenca (Madrid, 1950) tiene el pelo de plata, el pico de oro y los ojos entrecerrados de quien ha leído mucho. «Me pregunto qué haré con todos estos cuando me jubile», dice señalando los más de dos mil libros de cultura e historia grecolatina que llenan su despacho, una habitación espantosamente burocrática solo rescatada del tedio por el poder de una conversación que viaja en el tiempo y el espacio con la poesía como pasaporte. «Es que ya no me caben en casa», continúa entre risas.

Por si fuera poco, el poeta llega con otro libro bajo el brazo. « Bloc de otoño » (Visor) es el resultado de la mirada de un hombre que ya ve todo desde la atalaya de los «sesenta y tantos», una altura perfecta para juzgar un mundo al que se le están cayendo las hojas, donde los héroes ya no son lo que eran y los mitos se están muriendo. Ya se sabe: cualquier tiempo pasado... Autor de más de una treintena de poemarios, antaño Secretario de Estado de Cultura, De Cuenca se resiste a que el paso del tiempo le arranque su gustos juveniles y el sentido del humor. Pero la nostalgia es inevitable.

Da un poco de apuro hablar del otoño ahora que, por fin, empieza la primavera.

Es verdad (ríe). Pero ya sabes que había un Festival de Otoño de teatro que ahora se celebra en primavera. Y no le han cambiado el título.

¿Por qué el otoño?

Más bien estoy ya en el invierno, porque ya mi vida se acerca hacia el final. Pero eso es el otoño también: se van cayendo las hojas.

Este un libro nostálgico ya desde el título: bloc es una palabra en desuso, del siglo pasado.

Todo libro de poemas, de algún modo, es un ejercicio de nostalgia. La nostalgia es fundamental en mi poesía. La nostalgia, por cierto, viene de la palabra griega «nostos», que es el dolor del regreso, del que regresa a paisajes de su infancia, de su adolescencia. Se inventó la palabra para indicar el dolor que vivían los héroes al volver de la guerra de Troya a sus respectivas ciudades. Es el dolor de encontrarse una cosa que ya no es la misma, el de circular por las calles de Madrid y ver que todos los comercios que existían en tu juventud ahora ya son otra cosa... La tienda de cómics que había en la calle Hermanos Miralles, que ya no se llama así y donde no hay tal tienda. Ese tipo de cosas están en el libro porque, de algún modo, está escrito desde la atalaya de los sesenta y tantos, donde las cosas se ven de otra manera.

¿Toda poesía es un ejercicio de nostalgia?

Sobre todo es un ejercicio de memoria. Y la memoria se compone, entre otras cosas, de nostalgia. Sin memoria no existiría la poesía.

Aunque esté escrito desde esos sesenta y tantos, su poesía sigue teniendo un pulso juvenil. Parece que en su escritura hay una juventud que no envejece.

Es una niñez eterna. Yo siempre me he considerado un «puer aeternus», por decirlo en latín. En ese sentido, tengo los mismo gustos que pueden gustarle a un jovencito. Aunque sea mayor sigo leyendo tebeos, me gusta la novela de género. En eso no he envejecido. Y probablemente no envejezca.

¿Son la escritura y la lectura la fuente de la eterna juventud?

Yo creo que sí. Hay un efecto terapéutico en la escritura, pero más aún en la lectura. Yo creo que la lectura es fundamental para mantenerse en forma. Es la manera de conectar con otras vidas, con otros personajes, con otras personas que tienen a veces mucha más existencia viva que muchos seres vivos que nos cruzamos por la calle. Y la escritura yo la veo siempre en un plano secundario con respecto a la lectura, como Borges.

Un plano secundario en el que lleva más de medio siglo moviéndose…

Empecé a escribir poesía a los once años y tengo 67. Llevo 56 años. Lo que pasa es que tampoco lo he hecho de una manera continuada. Recuerdo que mi madre me regaló un cuaderno de tapas rojas para que escribiera versos, porque ya me veía maneras, por decirlo con lenguaje taurino.

«Todo libro de poemas, de algún modo, es un ejercicio de nostalgia. La nostalgia es fundamental en mi poesía»

¿Cómo se cobra conciencia de que uno es poeta?

Yo creo que fundamentalmente te lo revela, más que tu propia conciencia, el hecho de que los demás empiecen a valorar o a emocionarse o a interesarse por tu escritura. Uno empieza a ser poeta cuando tiene lectores que le van diciendo «sigue por ahí, me has adivinado el pensamiento, tú estás encarnando mis sentimientos». El poeta, de algún modo, es un portavoz de sentimientos ajenos.

Y portavoz, también, de las musas.

Yo siempre he dicho que los versos siempre los regala alguien, no los trabaja uno en un taller como la novela. La novela es un taller. Tienes que estar todo el día trabajando para sacar el producto, haciendo folios y folios al día. En cambio, la poesía es un regalo, te lo brindan las musas cuando les da la gana.

Retomando la nostalgia… ¿Le gustaría «volver atrás, al tiempo donde las cosas no eran tan complicadas», como dice en uno de sus poemas?

El presente siempre me ha aburrido mucho. Yo he vivido siempre en el pasado. Me gusta viajar a civilizaciones pretéritas, a la Grecia de Pericles, a la Provenza de los trovadores, a la Alemania de Goethe, a la Inglaterra isabelina de Shakespeare, al Siglo de Oro Español…

Esos pasados a los que regresar, ¿fueron reales o ya no importa?

Prefiero que ya no lo sean. Me gustan los pasados que no son reales.

¿Qué le ocurre a este mundo para que le aburra?

Creo que lo decía Goethe: un pueblo está muerto si sus dioses han muerto. Si no tiene dioses y mitos en los que encarnarse, un pueblo no tienen sentido. Y vivimos un mundo en el que se están apagando los mitos. Y se crean otros, porque evidentemente los mitos son infinitos, pero otros más degradados. Yo estoy un poco cabreado con el presente. Sobre todo con la corrección política que ha abombado todo ese tipo de mundo que a mí tanto me interesa.

Parece que hoy su «Political incorrectness» está más de actualidad que nunca: «Sé buena, dime cosas incorrectas desde el punto de vista político...», escribía en esos versos. Y parece que cada vez hay más cosas incorrectas.

Es tremendo. A Loquillo, que versionó el poema, y a mí nos han llamado de todo por eso. Y ninguna cosa bonita. Y estamos encantados: cuanto más ruge la marabunta mejor para nosotros.

¿Y por qué ruge la marabunta?

Porque la marabunta es ignorante, casposa, lamentable. Siempre está rugiendo porque no tiene otra cosa que hacer que censurar y actuar como el tribunal de la Inquisición de nuestro tiempo. Es curioso que personas que aparentemente han criticado los tribunales de la Santa Inquisición después actúen como ellos.

«Yo estoy un poco cabreado con el presente. Sobre todo con la corrección política que ha abombado todo ese tipo de mundo que a mí tanto me interesa»

¿Qué libertad echa de menos?

La libertad de poder decir en todo momento lo que uno piensa sin que tenga que estar antes cortándose para ver si está en la línea de lo políticamente correcto o no.

¿Cree que existe una censura, por así decirlo, social?

No salimos de la censura. Yo viví 24 años de franquismo, los suficientes como para enterarme de que no se podían hacer ciertas cosas. Bien es cierto que el tardofranquismo era bastante laxo, pero había censura. Y ahora hay una censura social, que realmente existe, y que tenemos la suerte de que no sea oficial. Pero en cualquier caso hay que combatirla.

Por cierto, usted ha sido Secretario de Estado de Cultura. Cuesta imaginarse a un poeta convertido en político.

Me pasa lo mismo. Mi paso por la política fue fugaz. Estuve cuatro años como secretario de Estado de Cultura. Y no me arrepiento en absoluto de haber tenido esa experiencia.

¿Volvería?

Ya no tengo edad para política. ¡Madre mía! Pero si no vi a mi familia durante cuatro años... Era un disparate. Salías del despacho a las doce de la noche. ¡Es una locura! Eso en la política española porque un señor de Dinamarca seguro que a las cinco de la tarde está con sus nietos en su casa. O con sus hijos. Pero aquí todo tenemos que hacerlo desde las nueve de la mañana hasta las doce de la noche.

¿Cómo cree que debe tratarse la cultura desde el poder?

Yo creo que el gobierno tiene que dejar que la cultura crezca al margen de su maquinaria burocrática. Es un error intentar participar de la cultura o introducirse en ella para modificarla o para crear un pesebre de afectos al régimen.

¿Qué hacer, entonces?

Yo creo que debería haber un Ministerio de Cultura. Pero un ministerio dedicado sobre todo a preservar el patrimonio, que es riquísimo en nuestro caso. Somos uno de los grandes reservorios –me acuerdo ahora de «Reservoir Dogs»– de la cultura hispánica.

En un poema recogido en su anterior antología –«Se aceptan cheques, flores y mentiras» (Verso y Cuento)– escribe: «Me he pasado la vida conciliando contrarios». Y eso parece, al menos, viendo sus gustos literarios: disfruta de los tebeos al tiempo que adora la poesía épica de la antigüedad, o admira tanto la lírica del siglo de oro como la novela de género.

En ese poema estaba pensando en términos más filosófico-éticos, no iba a la anécdota de conciliar cultura popular y alta cultura, que es lo que me he pasado la vida haciendo. Aquí, en este despacho, hay como dos mil libros ordenados alfabéticamente de autores griegos y latinos. Es el mundo que más quiero desde el punto de vista profesional: griegos y romanos antiguos. En cambio, sigo leyendo tebeos y yendo a tiendas de cómics. Esto es para mí es una cosa natural, que nace conmigo, propio de mi idiosincrasia.

¿No existe para usted una distinción entre la alta cultura y la cultura popular?

Esa división es artificial, rotundamente artificial. Para mí hay buena literatura y mala literatura. Proust, que a mí me aburre, es buena literatura, pero aburrida literatura para mí. No me ciega en absoluto el sectarismo de decir que lo que no me gusta es malo. En absoluto. Lo que no me gusta puede ser extraordinario. Pero también hay cosas que a la gente piensa que son baja literatura y que tienen un interés grande.

¿Como qué?

No solo hay que ponerse estupendo haciendo literatura de vanguardia, haciendo esas novelas que no se entienden, que empiezan por el final y acaban por el principio. Hay que leer a Stevenson, a Galdós, a los grandes narradores del XIX que, en el fondo, marcaron la impronta de lo que es la narrativa. Por mucho que se quiera innovar, tú lees a Arturo Pérez Reverte y escribe exactamente con las mismas coordenadas que los grandes narradores decimonónicos, poniendo un color de época, indudablemente. «Somos palabras del tiempo», que diría Antonio Machado. Pero en cualquier caso hay unos códigos de la literatura que nacen, en el caso de la prosa, con la novela griega en los siglos III y IV a. C. Y morirán cuando el hombre deje de habitar el planeta y haga mutis por el foro de la extinción.

«La división entre alta cultura y cultura popular es artificial, rotundamente artificial. Para mí hay buena literatura y mala literatura»

Usted ha fusionado la poesía y el rock con Loquillo en «Su nombre era el de todas las mujeres». ¿Cómo diría que se relacionan la música y la poesía?

Intimísimamente. Cuando nace la poesía lírica con Safo, Alceo o Anacreonte, entre los siglos V y VI a.C., la música y la poesía eran una y la misma cosa. Luego se han ido diferenciando con el paso del tiempo, pero nacieron juntas. Son hermanas gemelas. Es muy importante volver a esta fusión entre música y poesía aunque sea a través de la música pop, como es el rock. De hecho, mucha de la nueva poesía joven está hecha por cantautores.

¿Qué piensa de este nuevo boom de la poesía en España?

Lo veo con optimismo. Estoy en jurados de varios premios y veo que hay gente joven muy valiosa y de muy diferentes escuelas. Lo bonito es que de repente han florecido muchas escuelas muy contradictorias. Algunas son muy silenciosas y mínimas, otras mucho más expansivas y sociales, otras más irónicas y narrativas. Hay muchos tipos de poesía. Y siempre hay buenos poetas en cada uno de esos subgéneros.

En todos esos subgéneros y estilos, parece que el amor siempre juega un papel fundamental. ¿Diría que es el gran tema de la poesía?

Sí, y es curioso. El amor es el gran tema de mi poesía. Lo confieso abiertamente. Y el amor tampoco es una cosa que esté en la biología de los seres humanos, sino en la cultura. El amor es un invento cultural que surge, precisamente, de esa gente que inventa la lírica. El amor se inventó en Grecia. Y ha tenido un éxito tan bárbaro que ha conseguido que una de las grandes posibilidades de expresarse poéticamente sea hacerlo a través del hecho amoroso.

Para rematar, ¿con qué poema definiría el amor?

Con un dístico de Catulo: «Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris. Nescio, sed fieri sentio et excrucior». Sería algo así como: «Odio y amo a la vez. Me dirás que cómo es posible. No lo sé, pero siento que es así y me crucifico».

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