Juan Eslava Galán: «Lenin no tenía escrúpulos. Hizo triunfar la revolución rusa pisando cabezas»

El escritor jienense publica el ensayo «La Revolución rusa contada para escépticos», donde se vale del humor y el rigor para liquidar el mito

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En febrero de 1932 se creó en España, coincidiendo con los quince años de la Revolución rusa, una Asociación de Amigos de la Unión Soviética integrada por algunos de los intelectuales más destacados del país. Pío Baroja, Jacinto Benavente, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón… Pero como las hojas en otoño, uno a uno terminaron cayendo en el escepticismo, desengañados con la máquina de explotación que era, en verdad, el régimen soviético. Lo que el telón de acero dejaba vislumbrar asustaba hasta al más pintado. «Nosotros hemos visto en la Plaza Roja de Moscú a decenas de mujeres y niños durmiendo sobre el duro suelo», narraría a su vuelta del país el anarquista Ángel Pestaña. El paraíso comunista se desvanecía con solo tocarlo.

El maestro divulgador Juan Eslava Galán publica estos días «La Revolución rusa contada para escépticos» (Planeta) para desmitificar un episodio que marcó todo el siglo XX y sigue resultando controvertido según el espectro ideológico. ¿Hay buenos en esta historia? «Siempre hay alguno, pero en una revolución sobreabundan los malos y salen a relucir los peores aspectos del ser humano, sobre todo en una tan sangrienta», recuerda Eslava Galán en una entrevista con ABC.

Un libro que se une a su ya larga serie dirigida a los escépticos, en el que tira de rigor, ironía y de los «trucos» propios de un novelista para trasladarnos hasta la Rusia de 1917. Como es habitual en él, la mayoría de los capítulos adoptan un enfoque políticamente incorrecto, viendo los acontecimientos a través de los ojos de gente de la calle y españoles perdidos en los lugares más insospechados. Zares, revolucionarios, campesinos, soldados, espías se enfrentan en sus páginas a golpe de vodka y martillo.

De los últimos Romanov a los primeros zares rojos

En busca del epicentro de la madre de todas las revoluciones, el estudio de Eslava Galán se remonta hasta los años finales de los Romanov y, en concreto, al entorno abigarrado de Nicolás II, un monarca «incompetente», con una educación deficiente y bajo la sombra de un padre dictatorial. Con la ayuda de su esposa Alejandra y del oscurísimo místico Rasputín, el último zar de Rusia se esforzó en dejar el país en el punto de ebullición perfecto para que estallaran las protestas. «Hubiera ocurrido con cualquier otro monarca, pero él contribuyó de forma decisiva a alimentarla», explica el novelista y doctor en Letras.

Hubiera sucedido probablemente lo mismo con otro en el trono porque «no existía en toda Europa un caso similar de diferencias tan abismales entre el pueblo y la aristocracia». Hasta 1861 el Zar no había suprimido el sistema de siervos, por el que veinte millones de campesinos se compraban y se vendían como si fuera una pescadería. «Rusia es diferente. Se debe a que es parte de Europa y parte de Asia», insiste.

La incompetencia de Nicolás II y la cólera del pueblo ayudaron a prender la revolución, pero nada contribuyó tanto como las consecuencias de la Primera Guerra Mundial. Alemania encontró en el bolchevique exiliado Vladímir Ilich Uliánov al agente perfecto para sacar a una agotada Rusia de la contienda. «Los alemanes ayudaron a Lenin a viajar al país y acceder a la jefatura a cambio de que Rusia se retirara de la guerra y cediera parte de su territorio, lo cual encajaba con la demanda de los campesinos de paz a toda costa», asegura Eslava Galán. Y así cumplió con su parte el líder comunista, que tras imponerse a la facción moderada de los mencheviques sacó a Rusia de la Primera Guerra Mundial.

El miedo al contagio

Lo que Alemania no podía o no quería prever era que los bolcheviques no se iban a quedar jugando a las cartas al pie de los Urales. «En ese momento solo querían cerrar el frente oriental y no calcularon el posible efecto contagio. Los comunistas aspiraban a exportar su movimiento. De algún modo las urgencias de los fascismos en los años 20 y 30 son consecuencia del miedo a la Revolución rusa. Los dueños del dinero entregaron el poder a los fascismos para contrarrestar la influencia de los comunistas en sus países», añade Eslava Galán.

De los últimos zares blancos se pasó a los primeros rojos. Lenin sigue siendo el líder bolchevique mejor considerado, a pesar de sus enormes carencias intelectuales y afectivas: «No tenía escrúpulos. Hizo triunfar la revolución pisando cabezas e imponiendo una autocracia similar a los zares, pero de corte comunista». La obra de este inculto y mal orador habría sorprendido al ideólogo del comunismo, Karl Marx. Y no en el buen sentido. «Habría alucinado al conocer la URSS. El comunismo es la última gran religión monoteísta, con un fundador mesiánico tipo Jesucristo, Marx, y un aplicador, una especie de San Pablo, que sería Lenin». Si hubiera apóstoles, Stalin sería hombre de acción, «un tipo sin principios», mientras que Trotski sería «un San Pablo marginado».

La brutalidad de Stalin despejó las dudas a aquellos aún obnubilados con la religión comunista, lo que no ha evitado que incluso hoy haya quien quiera emular esta revolución centenaria. «A algunos se les ve el plumero como a Pablo Iglesias, que quieren aplicar el comunismo a la española o más bien a la sudamericana», bromea el autor de « La Revolución rusa contada para escépticos» sobre el líder de Podemos, al que define como un lobo que se viste de cordero hasta que pueda ser lobo como Hitler.

«En el ADN comunismo va intrínseca la idea del o estás conmigo o contra mí, del que Iglesias también hace gala» -señala el divulgador y novelista- aludiendo a sus recientes problemas con la prensa.

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