Obra sin título de la muestra «El corazón manda», de Santiago Ydáñez en Málaga
Obra sin título de la muestra «El corazón manda», de Santiago Ydáñez en Málaga
ARTE

Ydánez pinta con las tripas

Diez años en la vida y la obra de Santiago Ydáñez, Premio ABC de Pintura en 2002. Una década, condensada en el CACMálaga, que muestra el poder evocador, también visceral, de su obra

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En un artículo en la revista surrealista Documents (1929) dedicado al Apocalipsis de Saint-Sever, un manuscrito sobre el Comentario al Apocalipsis del Beato de Liébana, pintado en el siglo XI en la francesa Abadía de Saint-Sever, Bataille afirmaba que las 102 pinturas (miniaturas) que contenía debían ser españolas por los procedimientos groseros, por la naturalización de la violencia, por la grandeza patética y por «el horror -es decir, la sangre, la cabeza cortada, la muerte violenta y todos los juegos inquietantes de las vísceras vivas cercenadas». Pero para Bataille, esa sanguinaria enunciación de la muerte y su asunción tenían un valor «bienhechor» y «saludable», incluso de «optimismo» para el que convivía con ellas.

La pintura de Santiago Ydáñez (Puente de Génave, Jaén, 1967) nos introduce en un mundo excesivo en el que la muerte es una de las principales protagonistas.

Pero esta está formulada sin solemnidad, como imprescindible presencia de la que no se puede escapar y cuya continua aparición, como si se tratara de un exorcismo, pareciese liberadora, tanto como bienhechora y saludable.

Violencia y muerte

Al igual que esas palabras de Bataille, Ydáñez revisita la Historia del Arte y toma pinturas cargadas de violencia y muerte (decapitaciones, autopsias, crueldad). Aquí encontramos, entre otras, a Judith y Holofernes, de Caravaggio, Y tenía corazón, de Enrique Simonet o una de las estampas -eso sí, monumentalizada- de los goyescos Desastres de la guerra.

Resulta difícil no poner en relación muchos de los temas y recursos del artista con su entorno natal, la Sierra de Segura, espacio de una naturaleza extrema y escenario cinegético privilegiado que genera una convivencia y un acervo en relación a la muerte y al animal, como podemos intuir por la presencia de la taxidermia. Las esculturas taxidérmicas, aunque en esta ocasión sólo se expone un toro de lidia que se yergue sobre sus cuartos traseros, paradójicamente son el monumento y la conmemoración de la muerte, que se fundamenta en el fingimiento de la vida en «aquello» que ya no la posee. Esa ficción vida/ausencia pudiera estar detrás de sus recreaciones pictóricas de la imaginería religiosa, a la que en el Sur se le otorga casi que un carácter prosopopéyico, y que aquí cuenta con varios ejemplos. Como vemos, el imaginario de «lo español’» generalmente volcado a lo grotesco y expresionista, está sistemáticamente reformulado por Ydáñez.

Bien es cierto que su candente universo, cargado de imágenes escatológicas, viscerales, extremosas y abyectas, se encuentra atemperado con esa suerte de «velo» que es el uso del bicromatismo (blanco y negro) o el de una paleta generalmente fría. Un cromatismo que revela cierta asepsia y que puede introducir esas imágenes en el terreno de la memoria, del pasado. Sin embargo, la impulsiva y a veces violenta manera de aplicar la materia, que genera pormenores abstractos, evidencia un temperamento volcánico y desbordante.

Lo humano, rebajado

Si algunos animales, un motivo esencial en su trabajo, se representan con poses dignificadas y algunas testas muestran una sorprendente profundidad psicológica, lo humano puede rebajarse a una condición que linda con el despojo, una reducción a su naturaleza material como mera carne, como cuerpo inanimado. Es más, en algún caso parece adquirir condición de «corte», de vianda presentada en el mostrador de una carnicería. Esto ocurre con una obra en la que el cuerpo de una embarazada es representado con un corte que deja ver el interior del útero y los miembros inferiores diseccionados. Vida y muerte parecen darse cita, manifestándose en las obras de Ydáñez como un consecuente envés. Justo al lado, vemos la cabeza de un niño saliendo del cuerpo de la madre, envuelto en fluidos, lo que reviste la escena de una escatología que hace resonar la frase de San Agustín «nacemos entre heces y orina». La vida se muestra directa, salvajemente animal, sin mayor camuflaje ni panegírico.

Ciertamente, el montaje adquiere una importancia capital; los encuentros entre las obras potencian el caudal grotesco y extremoso que poseen per se. Ello no impide que exista una ordenación temática que ayuda a sistematizar, a través de las cincuenta piezas expuestas, la última década de creación de Ydáñez. Justamente, la relación en sala entre esos temas permite ampliar las interpretaciones y proyectar una imagen más compleja de su trabajo, que aborda una experiencia de los límites y de los estados paroxísticos del ser humano (la transgresión, violencia, erotismo, muerte), así como la conflictiva y conformadora relación con la animalidad y con una Naturaleza mostrada como un paraíso perdido.

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